La maldición del taxista
El taxista me miró con rabia, escupió el cambio y me maldijo. Yo, azarosa y atontada, como suelo, me limité a dar un portazo y salir corriendo.
Hoy veo que tenía razón. Esto no es lo que era.
Reconozcámoslo. Habíamos puesto el listón muy bajo y ahora no hay quien empeore aquellos legendarios descensos a los infiernos de los últimos agostos. El verano (no así la vida) resultaba mucho más divertido cuando en este país imperaba el antiguo régimen, con sus veladas culturales en torno a Norma Duval y sus lecturas estivales de poesía. Ojeo periódicos del año pasado y se me hace la boca agua. Los tránsfugas de Madrid hacían el ganso, la guerra de Irak todavía en se encontraba en una fase novedosa -cuando los niños sin piernas y las madres sin niños nos resultaban interesantes, por no hablar de los periodistas liquidados-, y Marbella era un frenesí con la nómina completa. Qué tiempos aquellos. Todas Putas estaba en su apogeo, Arnold iba para Gobernador de California, Trillo quería movilizar militarmente a todos los españoles, yo tenía un año menos y un amigo todavía vivo, y Ana Palacio tonteaba con Colin Powell. Miren ahora a su alrededor. Un páramo.
Sin Italia, sin Venezuela, sin Florida, sin Fraga Iribarne, que anda muy callado, ¿adónde iremos a parar?
Salvo que crean que resulta muy entretenido que a los presos palestinos que llevan veinte años en la trena (detenidos durante la anterior Intifada: muchos eran niños), y que se han declarado en huelga de hambre, les vayan a asar carne en barbacoas, en el patio de la cárcel, para que se les haga la boca agua y traicionen sus intenciones así como sus convicciones por una pieza de shish-kebab o de shawarma. Sharon es un clásico, como lo son, cada uno a su manera, Inocencio Arias y el Vaticano. No basta. No para quien ha estado cerca de las Entrañas de la Bestia, no para quien ha conocido a Ana Mato, no para una mujer (yo) que forjó lo mejor de su carácter frotándose el ingenio con los cuellos duros de Javier Arenas. Qué poca cosa somos, y en cuánto nos tenemos. Como una pedigüeña (como perro callejero, como barca sin barquero, sola con mi soledad), merodeo por las sucursales de Loewe, me dejo caer en las terrazas del Sándor, buitreo en Embassy. Nada.
Este año, lo más excitante que se nos dice es que podremos votar electrónicamente en las excitantes elecciones europeas. ¡Cómo echo en falta los juicios de valor de Luis de Grandes!
Es como para hacerse falangista. Ganas dan de irse a vivir a Italia, donde Silvio Berlusconi canta románticas baladas, o a Venezuela, donde el presidente recién electo seguirá cantando románticos boleros. Pobre Berlusconi: no va a poder concederle
a De Niro la ciudadanía de honor, dado que el lobby italiano
en Estados Unidos considera que el actor ha dado en el cine
una mala imagen del país europeo. Consideren ustedes, con la pizza en la mano y ambos miembros en un mantel a cuadros, cómo debe de ser el susodicho lobby, capaz de no decir ni mú acerca de la imagen de Italia que da el propio presidente. Italia es todavía un país donde pueden escribirse crónicas divertidas, y Venezuela ni te cuento.
Pero el colmo de las amenidades para comentarios veraniegos no es otro que Florida. El Estado de Florida, que es como un Estado del Alma hundido en el cenagal. Jesse Jackson hijo, hijo de Jesse Jackson padre, dijo en la última Convención Demócrata (cito de memoria) que, si hubiera suficiente cinta amarilla para rodear Florida, habría que precintar el Estado y declararlo "lugar del crimen". El hijo del líder negro, y líder negro (algunas cosas no cambian nunca) a su vez, se refería a las elecciones que dieron el triunfo a Bush Jr. y los lecciones de vuelo a los del 11-S.
Sin Italia, sin Venezuela, sin Florida, sin Fraga Iribarne, que anda muy callado. ¿Adónde iremos a parar?
Se está cumpliendo, pues, la Maldición del Taxista que, a los pocos días del cambio de Gobierno, me predijo, tras arrojarme el cambio:
-Ya los echará usted a faltar, ya.
Oh, sí. ¡Oh, no!
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