Medallas
Todos sabemos cuánto cuesta una medalla. El deseo de poseer una se ha extendido por el resto de disciplinas laborales: políticos, escritores, cantantes, actores, ejecutivos..., no conciben ya sus oficios como retos personales, sino como carreras que coronará su correspondiente medalla. Pero cada cuatro años los Juegos Olímpicos nos recuerdan que sólo en las disciplinas deportivas el medallismo tiene un sentido. En ellas la victoria y la derrota es clara; la superación, evidente; la marca lograda, objetiva. En todo lo demás, no. En el resto mucho me temo que no es un cronómetro el que pone las cosas en su lugar, sino una medición del tiempo mucho más amplia. Tanto que aburriría a cualquier espectador apoltronado en su sofá a la espera del resultado definitivo.
Con vistas a evitar el habitual vacío de españoles en los podios olímpicos, el Estado, por medio del CSD, el COE y TVE, creó el Plan ADO de subvenciones para deportistas cuatro años antes de los Juegos de Barcelona 92. Gracias a este esfuerzo económico abandonamos nuestra tradición de esmerados francotiradores y, si entre 1900 y 1988 sumamos 27 medallas, en sólo tres citas olímpicas, las de Barcelona, Atlanta y Sidney, alcanzamos 50. Quien algo quiere algo le cuesta. No veo un ejemplo mejor de la excepción cultural. O, mejor dicho, de la excepción atlética. Se trata de no ceder todo el medallero a los países hegemónicos, aquéllos que nos llevan años de inversión, protección, política inteligente, sino de tratar de superarnos, de crear condiciones propicias para que los esforzados, los que apuntan talento y condiciones, logren, quizá, algún éxtasis triunfal. Quizá es la palabra mágica. Si le quitamos el quizá, todo pierde su gracia.
Son éstos unos Juegos extraños. Desde hace tiempo el control antidopaje se podía hacer casi a ojo. Daba la sensación de que cualquier día algún atleta despistado se presentaría en la salida con la jeringuilla colgando del antebrazo como el personaje de Gabino Diego en Torrente 2. Esperemos que el medallero no tenga que pasar por la prueba del laboratorio y que el éxito no consista en engañar al analista de orina o en perfeccionar el sistema para que la sangre no te delate. A lo mejor, una de las maneras pasa por que las ayudas estatales no estén basadas tan sólo en el resultado, en el número de medallas, en el éxito inmediato, sino que se persiga un plan más ambicioso, con un plazo más largo que el rasgado de vestiduras cada cuatro años. Así no se confundirá la exigencia con la coacción ni la competitividad con la corrupción. Y así se cumplirá el dicho abisinio: "Un honesto fracaso es la semilla de un futuro éxito".
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