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FESTIVAL SHAKESPEARE | CULTURA Y ESPECTÁCULOS

El conjuro de Próspero llegó al Mediterráneo

La tempestad, una de las últimas piezas de Shakespeare (1611), cuya obra y figura da nombre al Festival de Santa Susanna, abrió el día 12 este foro internacional de creación y de debate en el que, desde el verano pasado, se ha convertido la magnífica masía fortificada de Can Ratés y sus no menos magníficos jardines. Con zonas de césped replantado y los rosales que bordean el camino adoquinado algo más altos que hace un año, este precioso y acogedor enclave con vistas al Maresme presenta, con respecto a su primera edición, más comodidades para el público: una señalización impecable nos conduce por el municipio de Santa Susanna hasta un enorme aparcamiento por el que nos guían un par de agentes de la guardia urbana. Estos detalles, a los que se une la solícita atención de los miembros de la organización, quienes arropan una programación atractiva y variada, hacen de Can Ratés "el material del que están hechos los sueños" de un festival de verano, para enlazar con el montaje que nos ocupa.

El frío fue uno de los protagonistas que acompañó las dos únicas representaciones de La tempestad que, en estreno absoluto, presentaron los vascos Ur Teatro-Antzerkia. Como si el conjuro de Próspero se extendiera hasta el Mediterráneo, la humedad de su tormenta (o puede que la marinada) caló hasta los huesos de los espectadores que nos dimos cita en el Espai Pati, el mayor de los dos de que dispone la masía.

Helena Pimenta, directora de la compañía y del montaje, es también la autora de la versión. Una versión que suena bien en boca de unos buenos actores como son Ramón Barea en el papel de Próspero, Jesús Berenguer como Gonzalo -el que mejor da con el tono de su personaje-, Mikel Losada como Fernando, Álex Angulo como el contramaestre Esteban o Vicente Díez, que se lleva la palma de la comedia con su Trínculo. Un reparto coral y homogéneo para esta comedia visionaria que une a humanos, semihumanos y espíritus: un Calibán viscoso (Pepe Viyuela), que ciertamente no parece salido de la naturaleza, contrasta oportunamente con un aéreo Ariel (Jorge Basanta en calzoncillos), de voz amplificada y espectral, cuya figura aparece apostada en lo alto de la escalinata de la masía que delimita el espacio. Junto a tantos hombres o semihombres, una sola mujer, Miranda (Concha Milla), tan ávida de humanidad que su trastornada actitud cobra sentido en la obra.

En la interpretación se basa este montaje austero y carente de escenografía. Todo se desarrolla en una tarima blanca sobre la que ocasionalmente se halla algún elemento de utilería. Con poco artificio, pues, tiene lugar una lograda tormenta: apenas un aspersor de agua y unos cables, que tiran de los trajes del rey de Nápoles y de sus acompañantes simulando la fuerza de un vendaval. Una tempestad correcta, que probablemente no pase a la historia, pero que muy posiblemente dejará secuelas a lo largo del festival.

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