La gesta de un campeón fatigado
Thorpe gana muy apurado a Hackett en los 400 metros libres, pero acaba sin aire que llevarse a la boca
Apoyado en una barandilla junto a su compañero Grant Hackett, Ian Thorpe atendía a las preguntas de una periodista de la televisión australiana. La prueba de 400 metros había acabado cinco minutos antes, pero Thorpe no lograba sacarse la fatiga de encima. El aire dramático de su victoria se observaba en su rostro cansado y en la boca abierta, en busca de aire. Boqueaba Thorpe como un humano. Hasta parecía mareado. Contestó a las preguntas y se alejó hacia los vestuarios. Se tambaleaba ligeramente. Caminaba sin coordinación enfundado en su mono de goma negra. Nada en su aspecto recordaba su exultante forma en Sydney, hace cuatro años, cuando Thorpe era una máquina perfecta de nadar. Venció porque todavía es capaz de encontrar recursos para desmentir su declive, pero es un atleta vulnerable.
Atrás han quedado los mejores días de Thorpe, y él lo sabe. Perdió el placer de nadar
Thorpe se impuso por 26 centésimas a Hackett, el hombre que persigue un sueño imposible: acabar con su maldición frente al gran campeón australiano. Nunca le ha derrotado en una gran competición, achicado ante el gigante. Es curioso, porque sin Thorpe sería lógico situar a Hackett como el mejor mediofondista y fondista de todos los tiempos. El problema es que ha coincidido con un nadador que ha marcado época, uno que puede discutir a Johnny Weissmuller o Mark Spitz la supremacía como nadador. Thorpe ha ganado todo, y ha ganado muchas veces. Cuatro veces campeón olímpico, ganador de múltiples títulos en los Campeonatos del Mundo, autor de récords siderales en los 200 y 400 metros, Ian Thorpe ha definido la natación durante los últimos años, hasta la llegada del irresistible Phelps. Ya no es el nadador inaccesible que resultaba disuasorio para sus rivales. Ahora gente como Hackett, o como el estadounidense Klete Séller, sospechan que pueden derrotarle. No basta, sin embargo, con observar el declive del gran campeón para vencerle. De eso trató la final de 400 metros.
La carrera se disputó sobre unas premisas diferentes a las habituales en Thorpe. No se trataba de asombrar con un récord mundial, uno de esos récords que invitan a sus adversarios a dejar la natación. Esta vez, no. Era una carrera por la victoria, por el título olímpico. Nada más y nada menos. Atrás han quedado los mejores días de Thorpe, y él lo sabe. Se cansó de los entrenamientos, perdió el placer de nadar, terminó saturado tras el éxito en Sydney y en las dos temporadas siguientes. Le interesaban otras cosas: el arte, los viajes, las cosas que les suelen estar vetadas a los nadadores, ejemplares obsesivos que muchas veces viven ajenos a la realidad de la gente de su edad. Ellos se llevantan a las cinco de la mañana y entrenan. Estudian y vuelven a entrenar por la tarde. Todos los días. Sin faltar uno. Así se adiestró Thorpe a las órdenes de David Frost. Era un fenómeno de la naturaleza con una pasión desbordante por el agua. Hasta que dijo basta. Se despidió de su viejo entrenador y se puso a las órdenes Suzy Menzies, una joven profesora, antigua maestra de Thorpe, estudiosa de la natación. No era Frost, en cualquier caso. Con Menzies, la carrera deportiva de Thorpe ha sido menos exigente.
Hace poco dijo que estuvo a punto de retirarse. Quizá lo haga en los próximos meses. Sabe que ha llegado a un punto sin retorno. Nunca será el Thorpe imperial de sus mejores años. Tendrá que sufrir para ganar, acostumbrarse a una nueva vida que incluirá derrotas en sus distancias favoritas. En los 400 metros, por ejemplo. Ganó entre enormes fatigas. Nunca logró abrir una brecha de más de un segundo sobre Hackett, que se encontró con la oportunidad de su vida. El caso es que Hackett tampoco ofreció su mejor versión. Se quedó un segundo por debajo de su mejor marca personal. Ese segundo de demora le derrotó. Persiguió a Thorpe con su tenacidad habitual y le tuvo a tiro en el último largo. Los cadenciosos ciclos de Thorpe comenzaban a acortarse. Sus tremendos pies no eran capaces de propulsarle como quería. Era la hora de Hackett. Por fin, podía superar al hombre que le había empequeñecido durante seis años. Se acercó, se colocó a su altura, pareció...pero no. Ganó el gran campeón. Fatigado, sin aire que llevarse a la boca, tambaleante, venció Thorpe. Y de alguna manera produjo más admiración que aquellas sencillas victorias de su época de plenitud.
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