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Columna
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Felices

Hay miedo en estos Juegos Olímpicos, espías, detectives, soldados y aviones en estado de vigilancia permanente, y médicos y químicos explorando cuerpos atléticos en busca de drogas no reglamentarias. Son estos Juegos una red de controles exteriores e interiores, una apoteosis policial dentro y fuera de los cuerpos. Es un mundo feliz, exactamente nuestro mundo de todos los días, pero en dimensiones heroicas, de récord mundial, el paraíso del entretenimiento y las mejores marcas, los patrocinadores, Adidas, Panasonic, Coca-Cola, McDonalds, Heineken, todo pagado con Visa, exactamente como aquí, en Málaga, donde ahora mismo estoy.

El control olímpico vigilará la presencia de marcas no olímpicas en los estadios, la maldición de las falsificaciones. ¿Son mis Adidas verdaderas o fueron compradas en el zoco de los domingos frente al campo de fútbol del Málaga? Habrá en Atenas pureza policial, corporal, comercial, paz olímpica, fraternidad olímpica, espíritu olímpico, casi como en los primeros Juegos Olímpicos modernos, en Atenas también, en 1896, cuando el barón Pierre de Coubertin predicaba la unidad de los pueblos. Estamos alcanzando una espléndida unidad en el uso de marcas (un atleta es sus marcas: las que consigue en el estadio y las que anuncia), y en el ansia de salud, seguridad, dinero y belleza, inimaginable para Coubertin. Los radiantes atletas de 2004 son absolutamente distintos de los especímenes humanos que aparecen en las fotos olímpicas de 1904, en París.

Nuestro mundo parece más feliz que el viejo, y es normal que tengamos un despiadado deseo de olvido. Si no fuera por el negocio, no existirían los Juegos, industria de la evasión y el entretenimiento, la fruición de la tecnología en la construcción de los atletas y sus uniformes y herramientas, el entusiasmo de la publicidad fervorosa, furiosa, consciente e inconsciente. Hemos alcanzado una especie de estado de guerra feliz, y el emblema del internacionalismo olímpico es la imagen del primer ministro Blair televisivamente eufórico, carcajeante, en un ataque de muecas patrióticas al paso de los deportistas británicos. Son los días de Irak.

En 1980 Jimmy Carter, presidente de EEUU, boicoteó las Olimpiadas de Moscú por la invasión soviética de Afganistán, probable principio remoto de la guerra de hoy. Los insurgentes afganos musulmanes, los Guerreros Santos, eran entonces héroes de los estadounidenses: así cambian los afectos humanos. Yo vivía en Málaga, y estaba leyendo la misma novela que, por casualidad, leo ahora, La dama del lago, de Raymond Chandler. Tomé unas notas sobre Chandler en un cuaderno de aquel tiempo. No apunté nada sobre los Juegos Olímpicos boicoteados, como si no existieran. Pero, en 1984, durante los Juegos de Los Ángeles, copié unas frases de Pere Gimferrer sobre la muerte moral de los Juegos Olímpicos, escritas en 1980, poco antes de los Juegos de Moscú. Las Olimpiadas se sostienen como una fachada "sobre un fondo de violencia, mentira y mercadeo": ya no existe la cohesión colectiva de la antigua Grecia armónica, decía Gimferrer. Yo, sin embargo, en 2004, veo una nueva cohesión casi mundial, aunque sólo sea una espectacular ilusión olímpica.

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