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PERFILES DE CINE | Sean Penn | GRANDES ESTRELLAS

Artista de su propia vida

Este es un tiempo de cobardes. Tendemos a acatar una máxima no escrita, la que dice que ya todo ha sido hecho y que cualquier afán de intentar algo nuevo es, por ende, inútil. La Tierra ha sido explorada hasta sus confines, el espacio exterior está fuera de nuestro alcance (a no ser que estemos dispuestos a pagar el pasaje) y el océano profundo no vale la pena: ¿para qué mojarse, existiendo el Discovery Channel? El capitalismo es malo pero es lo que hay. Pobres habrá siempre, como dijo Cristo. (Aunque no lo dijese para ofrecer una excusa). Salir a la calle no es recomendable en la era del terrorismo y la violencia urbana; para eso existen Internet y el delivery. Aquel que ansíe algún tipo de experiencia límite, que se inscriba en un reality show. Y los artistas, que escarben entre las sobras de los grandes del pasado. Ningún escultor superará a Miguel Ángel. Nadie escribirá una novela mejor que Moby Dick.

Terminó viajando a Irak para ponerle el cuerpo a sus ideas, caminando las calles, hablando con sus gentes

Pero, claro, existe Sean Penn. Y Penn es un anacronismo. Es fácil ser Brando en vida de Elia Kazan o cuando Coppola y Bertolucci están en la cima de sus poderes. Lo duro es ser Sean Penn hoy, cuando los grandes han muerto o quemado los últimos cartuchos de su ingenio. Sean Penn es un actor en busca de un autor. Un Burbage que reclama su Shakespeare, un Mastroianni que espera a su Fellini. Demasiado grande para el cine en que le tocó vivir.

Atrás quedaron los tiempos en que Bergman, Kurosawa, Godard y tantos otros demostraban película a película que las posibilidades narrativas del medio eran infinitas. Lo único infinito, hoy, son los presupuestos de Hollywood y los efectos especiales que devoran al cine desde adentro. No intenten darme el nombre de un gran cineasta que esté hoy en su mejor momento; corren el riesgo de que las moscas monten colonia de vacaciones en su boca. Almodóvar es indiscutible, pero el tándem Almodóvar-Penn todavía suena improbable. Con Wong Kar-Wai corre el mismo argumento. Y por favor no digan Tarantino, porque ahora se dedica al cine para niños. Lo único bueno de Kill Bill es la inspiración que dio al jersey de un chico que me crucé en plena calle. Imitando la tipografía del título, el jersey decía: Kill Bush, Part 1. Me produjo ansiedad. ¿Cuándo estrenarán Part 2?

Parte del estigma de Penn es herencia de sangre. Hijo de la actriz Eileen Ryan, creció en la dorada California donde todo es posible a excepción del disenso. Su padre, el director Leo Penn, fue uno de los condenados a la desocupación por las listas negras de Hollywood. Sean Penn creció así en un ambiente que alentaba la expresión artística (su hermano Michael es un cantautor notable; su hermano Chris es actor) pero en el que también se padeció la persecución ideológica. Arte, surf, drogas, injusticia; ¿qué podía salir de semejante mezcla sino un rebelde?

Al principio pareció ser de esos rebeldes que Hollywood pide por encargo. Se consagró con el personaje de Jeff Spicoli, un adolescente desinhibido al que Rostand describiría diciendo érase un hombre a un porro pegado, en la comedia Aquel excitante curso (1982). Su visibilidad aumentó al casarse con Madonna, cuando Madonna era la chica del momento; un romance salpicado de peleas públicas y riñas con los paparazzi. Pronto, al corcovear para salir de la silla del rebelde domesticado, descubriría la limitación de su circunstancia. Trabajó con Brian de Palma en Corazones de hierro y Carlito's Way, con Oliver Stone en Giro al infierno, con Woody Allen en Acordes y desacuerdos; grandes directores, pero lejos de su mejor momento. Decepcionado, a comienzos de los noventa apuró la decisión de dejar de actuar para en cambio dirigir.

Sus películas tampoco encajaron en el molde de este cine pigmeo. A diferencia de Mel Gibson y Kevin Costner, que dirigieron relatos épicos que los tenían como protagonistas, Penn escogió películas íntimas y delicadas en las que no quiso mostrar su cara. Tampoco cayó en la tentación del cine de arte ni pecó por pretensión. Extraño vínculo de sangre, Cruzando la oscuridad y El juramento narran historias tersas, en las que gente común lidia con las circunstancias intolerables que la vida se empeña en presentarnos. ¿Qué pasa si estar del lado de la ley significa que debo enfrentarme a mi propio hermano? ¿Qué pasa si el hombre que mató a mi hija sale en libertad? Penn explora la condición humana en su hora más aciaga. Eso es veneno para la taquilla, en una época habituada a que el cine prometa arte y en su lugar venda placebo.

Lo mejor de Penn actor está en un puñado de películas de directores correctos, que alcanzaron con él la cima de sus carreras. En ellas creó personajes inolvidables. El hijo que intenta escapar de la herencia criminal de su padre, en Hombres frente a frente (James Foley, 1986). El policía forzado a traicionar a los amigos del pasado, en El clan de los irlandeses (Phil Joanou, 1990). El detestable y aun así conmovedor condenado a muerte de Pena de muerte (Tim Robbins, 1995). El enfermo mental que regresa para reclamar su amor, en She's So Lovely (Nick Cassavettes, 1997). Esas películas le ofrecieron un continente que si no era inspirado, al menos no expulsaba sus talentos.

En otras películas Penn se despega como si fuese tridimensional, tan ajeno al fondo proyectado como el personaje que sale de la pantalla en La rosa púrpura de El Cairo. No se trata de sobreactuación, el frecuente pecado de grandes como Hoffman, De Niro y Pacino. Se trata de intensidad. En un contexto de cartón pintado y actores que juegan a actuar-como-otros, Penn se limita a ser quien le tocó ser, habitando la piel de esa criatura nueva. Por eso su personaje en La delgada línea roja (Terence Malick, 1998) es el alma de la película: porque a ningún otro soldado le creeríamos que la guerra lo convirtió en filósofo. Por eso el deficiente mental de Yo soy Sam supera los antecedentes de Hoffman y De Niro: porque no parece una colección de tics, sino un hombre de verdad, luchando para no ser superado por su circunstancia.

En los últimos tiempos tuvo suerte, un par de películas se han elevado a su altura de Kilimanjaro. En Mystic River, Clint Eastwood le echó sobre los hombros un manto shakesperiano que le sienta bien; finalmente alguien comprende que Penn, como el personaje de Kipling, es el hombre que podía ser rey. Y 21 gramos explora la clase de torbellinos que tanto interesan a Penn el director, con la ventaja de que el mexicano Alejandro Iñárritu lo convocó para que actúe. ¿Qué otro actor estadounidense puede explorar hoy la naturaleza última de su corazón?

Lejos por propia elección de la galaxia de los Toms (Cruise, Hanks) y por ende de sus salarios, Penn es un artista de su propia vida. Marido de la actriz Robin Wright, tan talentosa como infravalorada en un Hollywood que privilegia lo convencional. Padre de Dylan y Hopper, para quienes escogió nombres que entrañan un destino. Hombre que pone su dinero donde está su boca, comprando espacios en los diarios para expresar su oposición a la guerra. Terminó viajando a Irak para ponerle el cuerpo a sus ideas, caminando las calles, hablando con su gente. Otra muestra de lo mucho que se diferencia de su presidente, que sólo visitó bases militares iraquíes para cortar un pavo de utilería.

Mientras espera que el cine le proporcione su Kazan, su Coppola, su Bertolucci, Sean Penn se dedica a actuar el drama de su tiempo.

Brando ha muerto. Larga vida al rey.

Sean Penn en<i> El clan de los irlandeses</i>.
Sean Penn en El clan de los irlandeses.
De izquierda a derecha, Sean Penn en <i>Yo soy Sam </i> y <i>Mystic River</i>.
De izquierda a derecha, Sean Penn en Yo soy Sam y Mystic River.
Sean Penn.
Sean Penn.ASSOCIATED PRESS

Talento maduro

Sean Justin Penn (Santa Mónica, California, 1960) es uno de esos hombres que encuentran rápidamente su camino. A los 20 años ya trabajaba en Hollywood, y a los 22 tuvo su primer éxito con Fast times at Ridgemont High. Sin embargo, Sean Penn alcanzó su impresionante madurez expresiva en los años noventa, tanto en la actuación como en la dirección. Su crecimiento está marcado por una larga serie de reconocimientos. Candidato tres veces al premio Oscar (Pena de muerte, de Tim Robbins, 1996; Acordes y desacuerdos, de Woody Allen, 2000, y Yo soy Sam, de Jessie Nelson, 2002), obtuvo la ambicionada distinción en 2004 por su interpretación en Mistyc River, de Clint Eastwood. Su talento le valió también un Globo de Oro (después de tres candidaturas) y dos Coppa Volpi, el premio al mejor actor otorgado en el festival de Venecia, por Hurlyburly, de Anthony Drazan (1998), y 21 gramos, de Alejandro González Iñárritu (2003). Destacan, además, sus actuaciones en películas como Antes que anochezca, La delgada línea roja, Carlito's Way y Giro al infierno. Su carrera como director empezó con Extraño vínculo de sangre (1991), que fue lanzada por el festival de Locarno, y se confirmó con Cruzando la oscuridad (1995) y El juramento (2001), que fue presentada en los festivales de Cannes y Berlín. Sean Penn también realizó uno de los cortometrajes de la obra colectiva 11'09''01.

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