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Columna
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El almuerzo

Ayer fue tortilla de patatas. Este producto tiene la propiedad de entrar fácilmente por el ojo, que es el primer estimulador de los jugos gástricos. Oler no olía mal, a pesar de que la cebolla impuso su imperante fragancia sobre la de un aceite que ante la pituitaria evidenciaba su procedencia completamente ajena a la oliva. Sin embargo, el tenedor fue más severo. Al penetrar en la dorada textura puso al garete inesperadas blanduras internas. La patata no estaba frita, sino cocida, un proceso que permite al manipulador estirar la durabilidad del compuesto y recalentarlo cuantas veces requieran las exigencias del negocio. A cambio, las papilas gustativas sufrieron, un sufrimiento incrementado notablemente por la decepción que provoca el degustar algo completamente distinto a lo que esperabas.

Con la ensaladilla rusa pasó tres cuartos de lo mismo, su aspecto era muy parecido a aquella que nos ponía nuestra señora madre, pero sus componentes estaban desechos y resultaba insípida e insulsa. Ante este panorama pusimos todas nuestras esperanzas en los calamares. Tardaban en llegar y había, por tanto, motivos bien fundados para suponer que al menos los cefalópodos vendrían recién hechos. Tercera desilusión: ni estaban calientes ni lo estuvieron nunca porque las anillas aún conservaban en su interior los rigores invernales a que fueron sometidas en el congelador.

No vayan a pensar que este atentado gastronómico tuvo lugar en una tabernucha infecta de barrio bajo, no, la gente humilde no se traga semejante bazofia sin leerle la cartilla al encargado. Aquella es una cafetería pija en una zona de negocios de Madrid tal y como cabría deducir de la delirante factura que nos pasaron por el indecente refrigerio. Lo más curioso es que el local estaba hasta la bandera y nadie se quejaba. Tengo la impresión de que los madrileños estamos bajando el nivel de exigencia en nuestros hábitos alimenticios a pasos agigantados. Y no me refiero a las comidas o cenas a las que pretendemos dar un ritual de excepcionalidad y en las que podemos comportamos como exigentes gourmets, sino al día a día. En la dura rutina empieza a valer todo. Ya sea por las prisas, las preocupaciones o el coste económico, lo cierto es que apenas se cuida la dieta en las jornadas laborales.

Para empezar, y según constató meses atrás un informe de la Federación de Usuarios y Consumidores Independientes, dos de cada tres trabajadores de la región comen fuera de casa entre semana. Ese fenómeno creciente, que viene impuesto por las apreturas de horarios y las grandes distancias urbanas, trae como peor consecuencia un alarmante abandono de la llamada dieta mediterránea, orgullo hasta ahora de nuestra cultura nutricional.

El exceso de carne constituye la nota predominante en el menú diario de quienes comen fuera, y salvo la lechuga y el tomate que adornan el plato, la fibra suele brillar por su total ausencia. Vivir en la nación que produce la mejor verdura de todo el mundo no parece otorgarnos el derecho a disfrutar de estos productos de forma cotidiana. Salvo honrosas excepciones, muy pocos restaurantes de Madrid de nivel medio incluyen en sus menús alcachofas, acelgas o judías verdes , y si las hay serán congeladas o de bote, raramente frescas.

Tampoco la fruta parece merecer protagonismo alguno en el menú laboral. La variedad es inusual y en el país de las naranjas resulta mas fácil hallar en carta una amplia gama de productos lácteos, que aguantan meses en la nevera, que cualquiera de los cítricos que nos demanda media Europa. Con todo, y aunque manifiestamente mejorables, los menús de cafeterías y restaurantes constituyen en términos generales una alternativa digna frente al avance de los establecimientos de comida rápida. Ningún argumento parece capaz de frenar la expansión de esa forma detestable de prostituir el aparato digestivo. Hace unos días pasé por una obra cuando un grupo de currantes sacaban los bocadillos y las tarteras. Allí aparecieron pimientos fritos, pisto manchego, bonito con tomate y una tortilla de patatas que quitaba el sentido. Aquellos comensales desinhibidos comen mejor y de forma más saludable que la inmensa mayoría de los madrileños que almuerzan fuera de casa. Yo, desde luego, hubiera cambiado.

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