Utopías
En el contexto de las exposiciones que arropan al Fórum, durante este verano coinciden en Barcelona dos ambiciosas exhibiciones tras las que planea la idea de utopía: Arte y utopía. La acción restringida, en el Macba, y La belleza del fracaso / el fracaso de la belleza, en la Fundació Joan Miró. El dato en sí podría invitarnos a especular superficialmente respecto de si el evento mismo del Fórum Universal de las Culturas, cual reconstrucción de la Torre de Babel desde la cual volem canviar el món, se ofrece con el espíritu propio del utopismo y que, por ello, se apoye en este tipo de revisiones que quizá podrían ayudar a avalar sus supuestas expectativas. Sin embargo, esta reflexión se nos antoja muy artificial; ni los responsables del Fórum son tan ingenuos como para atreverse a añadir a la marca Barcelona -como hacen con las caceroladas o con las manifestaciones contra la guerra- el perfil de un Walden contemporáneo, ni las instituciones productoras de las mencionadas exposiciones las han planeado como contrafuerte para ningún castillo de arena. En realidad, las exposiciones en cuestión sólo forman parte del programa general del Fórum por la exigencia de agrandar la oferta; en el caso del Macba, incorporando un proyecto gestado mucho tiempo atrás, y en el caso de la Fundación Miró, asumiendo la petición de sumarse a la fiesta por la vía de encargar al omnipresente Harald Szeemann una grandilocuente exposición. Este distinto trasfondo nos permitiría detenernos en interesantes y reveladoras evaluaciones respecto de los distintos modos de gestión que subyacen en los centros implicados, pero nos parece mucho más congruente aprovechar la tesitura para destacar que, a pesar de compartir su interés por el análisis de las utopías, en las dos exposiciones se revelan posicionamientos totalmente antagónicos. Bien es verdad que el creciente deslizamiento de la oferta cultural hacia la creación de espectáculos de consumo inmediato permite visitar ambas exposiciones como meros escaparates de obras y creaciones diversas, entre las cuales, en ambos escenarios, pueden encontrarse auténticas perlas; pero si respetamos el carácter de exposiciones "de tesis" que las dos muestras comparten, nos parece imprescindible ahondar en las divergencias que su comparación pone al descubierto.
La exposición de la Fundació Miró puede resumirse como un intento de demostrar que las utopías modernas, desde los precursores del anarquismo hasta los espiritualismos estéticos que se encadenan desde Wagner hasta Mondrian o Malevich, están abocadas al fracaso, pero que es en este horizonte estrecho donde reside precisamente su belleza, en el coraje de imaginar un mundo mejor que sólo su imposible materialización ha de desmentir. El concepto de utopía que se maneja la identifica, pues, con un modelo mental capaz de contener el mundo en el interior de una suerte de pastoral imposible. Por su parte, la exposición ideada por Jean François Chevrier en el Macbs parte de unos supuestos bien distintos: mediante el modelo Mallarmé -y siguiendo su efecto y su estela, también Artaud, Duchamp y Broodthaers- es posible pensar la utopía de un modo menos inocente y juguetón. Ahora el espíritu utópico se identifica con el compromiso constante de no reconciliación con la realidad de modo que, en lugar de dar pie a representaciones ideales, se sumerge en la conciencia misma de la imposibilidad de toda representación, magníficamente expresada por la naturaleza huidiza del lenguaje, incapaz de atrapar las cosas y proporcionando sólo la posibilidad de la "acción restringida" de expresar un estado perpetuo de esperanza. Por una parte, la utopía se reduce al ensueño de un modelo cerrado y perfecto; por otra, lo utópico consiste, por el contrario, en abandonar cualquier ordenamiento ideal y aceptar la necesidad de huir de cualquier orden mediante una reinvención constante de la ruptura.
De antemano, esta doble acepción de la utopía podría convivir sin demasiadas fricciones; al fin y al cabo, así se produjo históricamente, como demuestran las figuras de Wagner y el propio Mallarmé. Sin embargo, ya pasó el tiempo de visitar la historia como un relato entretenido y, sobre ella, se impone el imperativo de recibir las lecciones oportunas para tomar partido. Con esta perspectiva, nos parece imprescindible añadir que en la idea de utopía que expresa Szeemann persiste la concepción del arte como territorio privilegiado, capaz de actuar de un modo mesiánico en su intento de redimir la vida, y que, a pesar de lo inútil que nos proponga, en esta misma ambición reside su valor. Por el contrario, lo artístico sometido al efecto Mallarmé ya no tiene ninguna pretensión redentora, sino que, en su lugar, se convierte en una suerte de invitación a una crítica constante de la vida real y cotidiana. Dicho de otro modo, la utopía wagneriana se sitúa en el terreno inocuo de la fantasía, mientras que el espíritu utópico que se expresa en la exposición del Macba se comporta como un estímulo para la acción, minúscula como el acto poético, pero constante. En esta tesitura, nos parece obvio que mientras que la contemplación de la belleza del fracaso nos puede instruir como pasivos espectadores de lo fantástico, nuestro tiempo necesita poetas más trágicamente humanos. Está por ver por qué apostamos.
Martí Peran es crítico de arte.
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