Pablo G. del Amo, montador de cine
Pablo González del Amo ha fallecido en Madrid los 77 años. El cine español pierde con él a un montador histórico. Por su moviola han desfilado las películas de grandes cineastas, desde Carlos Saura, con quien a partir de La caza estableció una relación profesional rara vez interrumpida, hasta el más reciente David Trueba. Pablo del Amo trabajó con casi todos: Víctor Erice, Fernán-Gómez, Aranda, Armendáriz, Gutiérrez Aragón, Miguel Picazo, García Sánchez, Basilio M. Patino, Summers, Regueiro, Chávarri, Eloy de la Iglesia, Josefina Molina, Camus, Bigas Luna, Angelino Fons, Gerardo Vera, Pilar Miró, Boráu, Gonzalo Suárez, Ricardo Franco... Raro ha sido el director que alguna vez no haya querido entregarle su película para que las imágenes adquirieran entre sus manos el tempo justo, la cadencia adecuada, la medida exacta, la pátina.
Pablo se llamaba así en homenaje a Pablo Iglesias; su padre fue un hombre combativo, a quien admiró desde niño, en aquellos días de guerra en el popular barrio de Cuatro Caminos. Heredó de él sentido de la justicia social y un estricto respeto por la disciplina. Como montador cinematográfico, Pablo del Amo se convirtió en una leyenda que tuvo su germen en la cárcel. Pasó cinco años en varios penales por pertenecer al Partido Comunista, al que se había afiliado a los 17 años. Allí coincidió con Ricardo Muñoz Suay, un buen amigo que le prestaba libros y con el que hablaba de cine: fue el encuentro que sembró la semilla. Así pues, estudió las teorías del montaje cinematográfico entre rejas, circunstancia mítica que casaba su imagen de compañero curtido con la de hombre sensible. Adquirió fama de objetividad y desapasionamiento ante las películas, y de colocar a los directores fríamente ante la realidad de su trabajo. A algunos les impulsó a rodar de nuevo secuencias, y convenció a otros de que suprimieran las que no eran fundamentales en la narración. "No contéis nunca más de lo que es necesario", aconsejaba. En 1983 recibió el Premio Nacional de Cinematografía, que no se ha vuelto a entregar a otro montador.
Trabajando para un documental, aún inacabado, sobre la vida de Pablo del Amo, él prefería recordar lo bueno ("si tuviera que elegir sólo dos películas, éstas serían La caza y El espíritu de la colmena"), reencontrarse con grandes amigos y con ciertos lugares: la entonces desvencijada casa de la sierra madrileña donde solía reunirse con otros resistentes al franquismo, la que Manuel Vicent ha glosado en Jardín de Villa Valeria, espejo de una generación disconforme. Le gustaba a Pablo saber de las entrevistas para dicho documental que se iban haciendo a los directores con los que había trabajado, e imponía nombres y lugares de rodaje con una autoridad que no parecía corresponder a un cuerpo y una voz, ya vencidos por la enfermedad. Tuvo fama de mal carácter. Hasta se cuenta que llegó a tirar una lata de película a la cabeza de un director, por torpe. García Sánchez, que ha montado con él casi toda su obra, observó que aquellos ataques de ira se producían cuando alguien cerraba la puerta de la sala de montaje: entonces era como si Pablo se volviera a sentir encerrado en la celda... Precisamente con dos películas de García Sánchez, Divinas palabras y Tirano Banderas, obtuvo Pablo del Amo sendos premios Goya; el tercero, por ¡Ay, Carmela!, de Saura.
Sobre este documental quería saberlo todo, quién estaba, quién iba a estar, quién se negaba a aparecer. Sabía, y lo decía, que no iba a verlo terminado. Preguntaba con delicadeza qué habían comentado. Era fácil decírselo porque todos le estaban agradecidos por su paciencia, afabilidad y lealtad: su divisa era haber estado al servicio del director, aunque fuera el productor quien le pagara. Todos los realizadores aprendieron algo de él, lo dicen, y muchas veces se quedaron fascinados ante las mil historias que contaba de su vida. Pablo era un gran hablador, de memoria asombrosa. Bastaba citarle cualquiera de las doscientas películas en las que había trabajado para que comenzara a desgranar recuerdos de su montaje con deleite y precisión, como si también los guardara en una película, incluso los de aquellas que montó en Portugal donde se exilió durante unos años, allá en los cincuenta. Fue precisamente a su regreso de Portugal, mientras montaba una película de Sarita Montiel, cuando conoció al productor Elías Querejeta, con quien desde entonces trabajó, entusiasmado con la idea de contribuir a un cine moderno y comprometido... Muchas películas a lo largo de su vida, no todas buenas, pero siempre con insobornable honradez. Un tipo legal.
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