_
_
_
_
_
Reportaje:AVENTUREROS

El peor explorador polar del mundo

Jacinto Antón

Para quien le gusten los perdedores y derrotados, la exploración polar es una mina. El territorio blanco rebosa de personajes sumamente desgraciados, desde sir John Franklin, desaparecido en 1846 en los hielos árticos con sus dos barcos y sus 129 hombres -cuando fueron encontrados los cadáveres resultó, a la vista del estado de algunos y el contenido de las ollas del campamento, que esos héroes nacionales habían practicado el canibalismo-, hasta sir Ernest Shackleton, cuya expedición a la Antártida en 1914 logró la singular proeza de avanzar ¡hacia atrás!, a causa de la deriva de la banquisa polar donde quedaron atrapados. Pasando, claro, por el capitán Robert Falcon Scott, muerto de hambre y escorbuto en su tienda flameante en 1912 tras quedar segundo -y no hubo tercero- en la carrera por el Polo Sur. Todos, como puede suponerse, pasaron un frío espantoso, y a Victor Campbell, en Isla Indescriptible, se le congeló el pene.

Se le acabó el papel higiénico a 50 grados bajo cero, se le agrietaron los dientes de frío, no pudo cambiarse de ropa interior en un mes y se tuvo que comer a su poni
Seguramente, Scott hubiera muerto igual aunque Cherry lo hubiera hallado, pero ése es el tipo de duda que corroe el corazón de los hombres y los destruye

Sin embargo, hay un explorador polar que descuella en desgracia sobre los demás. Apsley Cherry-Garrad (1886-1959) murió a los 73 años entre las blancas sábanas de su cama y no en la nieve, asquerosamente rico y casado con una bella mujer 30 años más joven, pero fue muy infeliz.

Delicado y sensible, toda su vida la pasó deprimido, angustiado, abismado en el recuerdo de la trágica expedición de Scott, en la que participó con el notable encargo de recoger huevos de pingüino. No sólo luego esos huevos tan costosamente conseguidos -a 60 grados bajo cero- no los valoró nadie, sino que además al pobre Cherry se le marcó con el estigma de que pudo haber salvado a Scott y a su grupo de ataque al Polo -en el que figuraban dos de los mejores amigos de nuestro personaje, Birdie Bowers y Bill Wilson- y no lo hizo. "Si Cherry-Garrad hubiera sido más hombre, los hubiera rescatado", sostuvo años después, inmisericorde, Nancy Mitford. Añádanse a eso la miopía y una diarrea crónica, que, como puede suponerse, es una dolencia particularmente insidiosa en la exploración polar, y se tendrá el cuadro completo de una vida fascinante.

Cherry, pesimista, escéptico, dotado de una mordaz ironía, es el reverso oscuro de Scott, bajo cuya heroica sombra ha quedado bastante laminado en la historia de la aventura blanca.

Si todos los hombres tienen (tenemos) un momento lord Jim, ese en que una decisión determina toda una vida (y suele ser la equivocada), el de Cherry fue aquel en el que, en febrero de 1912, tras guiar una traílla de perros 240 kilómetros hacia el inhóspito sur hasta un depósito de provisiones (bautizado Una Tonelada) para aguardar la llegada de Scott y sus cuatro acompañantes, que se retiraban derrotados del Polo, decidió no seguir adelante. A 20 kilómetros de ese depósito, tras una barrera de ventisca y horror helado, se alzaba la tienda en que agonizaban Scott y su grupo maltrecho, y Cherry podría haber llegado hasta ellos con suministros. Seguramente hubiera sido un suicidio y la partida de Scott hubiera muerto igual, pero ése es el tipo de duda que corroe el corazón de los hombres y los destruye. La materia de que están hechas las pesadillas.

Cherry figuraba 10 meses después en el equipo de rescate. "Los hemos encontrado", escribió. "Decir que ha sido un día espantoso sería quedarse corto. No existen palabras para expresar semejante horror". En la tienda estaban tres exploradores, muertos en sus sacos de dormir -Scott, Bowers y Wilson-, pues Titus Oates, capitán del regimiento de dragones de Inniskilling, había echado a andar heroicamente para dar más posibilidades a sus compañeros -"voy a salir un momento, puede que tarde un poco", dijo para la posteridad-, y el marinero Evans había muerto en el glaciar Beardmore(sin frase ingeniosa).

Los muertos de la tienda tenían un aspecto deplorable, amarillento y moteado, y al tratar los rescatadores de coger los diarios de Scott de su regazo, sonó un chasquido lúgubre: era el brazo congelado del explorador, que se partió como una rama seca. "Es tan horrible que casi me da miedo irme ahora a dormir", escribió Cherry. La idea de que podría haberlos salvado le obsesionó siempre.

La vida de Cherry es de esas que merecen la pena descubrir. Baste decir que, aparte de todas sus desgracias, conoció bien al escalador George Mallory y a Lawrence de Arabia, lo que, si se completa con Scott, compone el trío con el que uno no dudaría en marcharse de vacaciones. Este año se ha publicado una biografía suya indispensable: Cherry, vida de un explorador (RBA / National Geographic), de Sara Wheeler, una mujer que conoce de primera mano la Antártida: sólo así se puede evocar el golpeteo crujiente de las patas de los perros sobre la nieve, la luz pálida de la plataforma de hielo y el sol velado por la bruma.

Caballero terrateniente

La infancia y juventud de Cherry (y luego gran parte de su vida) fueron las de un caballero y terrateniente inglés, con residencia en Lamer, una gran mansión en Hertfordshire. Era tímido -pese a su metro ochenta de estatura-, modesto y nervioso. No sabía qué hacer con su vida hasta que el destino le hizo trabar amistad con el naturalista Edward Wilson, personaje fundamental en las expediciones de Scott. A través de él, y merced a un generoso donativo al explorador, el joven terrateniente de 24 años ansioso de aventura se enroló en la expedición de 1910 para conquistar el Polo Sur, como ayudante científico. Se ve que a Scott le cayó bien: "Es excelente siempre", dijo de él.

Aunque a menudo las pasó canutas -especialmente en el viaje al cabo Crozier para recoger los dichosos huevos de pingüino, cuando acuñó otra de sus frases que pueden aplicarse tanto a la expedición polar como a la vida misma: "Lo difícil es seguir"-, Cherry fue feliz sus dos años en la Antártida, incluso cuando se acabó el papel higiénico a 50 grados bajo cero, se le agrietaron los dientes de frío, no pudo cambiarse de ropa interior en un mes y se tuvo que comer a su poni. Leía a Kipling y a Tennyson. Tras el desastre, algo se rompió en su interior. A la vuelta, a medida que crecía el mito de Scott y se desfiguraba la realidad entre los oropeles de la leyenda, Cherry trató de volver a la vida normal, pero parte de su alma continuó prendida en el hielo. Su obsesión con la expedición y sus circunstancias le abocó a la soledad y a la inestabilidad mental. Halló cierto consuelo en escribir El peor viaje del mundo -que fue un éxito- y en la amistad con George Bernard Shaw, que le ayudó a redactarlo. Con las mujeres siempre tuvo gancho, pero no se casó hasta los 53 años y no tuvo hijos. En la II Guerra Mundial ingresó en la Defensa Local, y consiguió permiso, por las viejas congelaciones, para desfilar en zapatillas. Nunca volvió a celebrar la Navidad tras regresar del Polo.

Hipocondriaco, torturado, anclado en el pasado, Cherry murió de un paro cardiaco en 1959. En última instancia, sólo podemos sentir una extraña afinidad con ese individuo desventurado que dijo que ningún hombre puede escapar de sí mismo, y una vez, en sus diarios del Polo, escribió: "Hubo pocos días en que no se desatara la ventisca de rigor, pero, por otro lado, las escasas horas en que brilló la luz de las estrellas fueron sumamente hermosas".

Birdie Bowers, Bill Wilson y Cherry, en 1911, a punto de viajar en busca de huevos de pingüino.
Birdie Bowers, Bill Wilson y Cherry, en 1911, a punto de viajar en busca de huevos de pingüino.

Plumas blancas tras la expedición al hielo

CHERRY ES AUTOR de la mejor crónica de las expediciones polares jamás escrita y un título fundamental de la literatura de viajes, El peor viaje del mundo (Ediciones B), en el que figuran estos dos inolvidables asertos: "La exploración polar es la forma más radical y más solitaria de pasarlo mal que se ha concebido" -que le pregunten a Campbell- y "Si tiene usted el deseo de saber y el poder para hacerlo realidad, vaya y explore; si es usted un hombre valiente, no hará nada; si es un hombre miedoso, es posible que haga mucho, pues sólo los cobardes tienen necesidad de demostrar su valor". También escribió, aunque esto no es muy recordado: "Se sabe muy poco del lado más ligero de la foca de Weddell, parece probable que en el cortejo sean bastante premiosas". Cherry era hijo de un general que luchó en la rebelión de los cipayos y en la guerra bóer y del que lord Wolseley dijo que era el hombre más valeroso que conocía, lo que nos pone a su retoño en una situación bastante parecida a la del joven Faversham en Las cuatro plumas. No está de más recordar que a Cherry, tras la expedición al polo, le enviaron plumas blancas, símbolo de cobardía en Inglaterra.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_