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Cultura, saber social y pedagogía ciudadana

El primado mediático y la condición masiva de las teorías y prácticas que rigen el acontecer de nuestras sociedades se traducen en la hipersimplificación de la información y en la banalización de sus contenidos, incompatibles con la complejidad propia de la realidad contemporánea. La consecuencia inevitable es la existencia de una opinión pública confusa, perpleja, desorientada. En particular en el campo de la cultura, en el que, a pesar de nuestra general ignorancia, todos nos creemos sabedores de todo lo que hay que saber. Ganar la difícil batalla de una información ilustrada sólo puede intentarse desde la escuela y de la mano de los medios de comunicación. De aquí la función capital que a éstos compite. Por ello es de lamentar que no utilicemos las ocasiones que a este fin se nos ofrecen. Los Premios Mundiales de las Artes, que Valencia otorga desde hace cinco años, quieren subrayar la eminencia creadora de personalidades como Luciano Berio (en la música), Peter Brook (en el teatro), Manoel de Oliveira (en el cine) y Pina Bausch (en la danza); tan sobresalientes como minoritariamente conocidas. En su caso, contrariamente a lo que sucede en los Príncipe de Asturias, es imperativa una presentación popular que transforme su excelencia en notoriedad. Al haber faltado a esta cita tanto la prensa, radio y televisión de la Comunidad Valenciana, como los medios nacionales, su reconocimiento público ha quedado confinado en la estricta intimidad de los profesionales. Y lo mismo sucede con tantas otras ocasiones de que disponemos para dar a conocer las obras y los autores que no figuran en los circuitos de la cultura de masa, condenando su excepcionalidad al ostracismo. Alejandro Sanz, por qué no, pero también y sobre todo Pierre Boulez.

El ejercicio, no exento de responsabilidad que, queramos o no, cumplimos los que tenemos acceso habitual a los medios es tanto más relevante cuanto más visible es el espacio en el que se realiza. En la comunicación periodística española, pocas posiciones tienen un mayor perfil mediático que el artículo central de las páginas de Opinión que publica EL PAÍS los domingos. Espacio reservado, desde hace casi 14 años, a uno de los grandes novelistas vivos de lengua española, Mario Vargas Llosa, bajo el lema 'Piedra de toque', a quien la ausencia del Nobel no ha privado de una extraordinaria notoriedad en el ámbito literario mundial. A esta condición se añade su proclamado compromiso político con la opción liberal, ejercido sin discontinuidad desde su campaña en las elecciones presidenciales del Perú a su participación actual en FAES, el think-tank de José María Aznar. Compromiso encomiable, en estos tiempos de escritores descomprometidos, políticamente átonos y vitalmente posmodernos, siempre que se inscriba, sea cual sea el objeto de su dedicación, en el horizonte democrático, como sucede en este caso. Lo que representa un haber que tiene dos exigencias, no siempre fácilmente compatibles: rigor en los contenidos y accesibilidad en su formulación.

Es evidente que un diario no es un tratado científico, ni siquiera una enciclopedia divulgadora, pero los llamados artículos de fondo deben apoyarse en el patrimonio de conocimientos más fiables relativos al ámbito de que se trate. El tema de la excepción cultural y las categorías conexas de identidad colectiva y diversidad cultural, de las que se ocupa Mario Vargas Llosa, al menos desde 1993, en que publica en este diario ¿La excepción, cultural?, se encuadran en las Ciencias Sociales, a las que el maestro Abraham Moles llamaba Les sciences de l'imprécis (Seuil, París, 1990). Ciencias que hoy forman un conjunto de saberes de la sociedad, ciertamente modestos, pero indispensables para quien no quiera avanzar completamente a ciegas en ese campo poblado de minas que es el análisis social. A partir de entonces ha vuelto sobre lo mismo, más o menos frontal y detalladamente, en otras cinco ocasiones, repitiendo casi literalmente los mismos argumentos y consideraciones. El artículo del domingo pasado, que es, al parecer, un simple eco de lo que se dijo en un seminario de la FAES de hace unos días, recurría al socorrido procedimiento de descabezar un enemigo que ya no tenía cabeza. Pues, como yo escribía en EL PAÍS del pasado 8 de mayo -Artes y Cultura como vanguardia de la sociedad que, obviamente, ni Vargas Llosa ni los asistentes al citado seminario habían leído-, va para siete años que, gracias a la pugnacidad de una notable personalidad democrática del centro-derecha español, Marcelino Oreja, entonces comisario de Cultura, con la solidaridad de otro comisario de prestigio, el indefectible liberal Mario Monti, ahora descabalgado por Berlusconi, se logró arrumbar la doctrina de la excepción cultural y sustituirla por la diversidad de las culturas y el pluralismo cultural, no sólo en los textos de la Comisión Europea, sino en la política oficial de la misma Francia.

Por lo demás, afirmar que "la identidad cultural es una ficción confusa... y una noción aberrante", y reducir su núcleo sémico a su solo cometido guerrero, al que la destina el integrismo nacionalista, privándonos con ello de un instrumento de gran capacidad mayéutica, es de un entreguismo tan fácil como inútil. ¿Por qué aceptar la concepción monista y perversa de una identidad, homogénea e inalterable, que desemboca siempre en las identidades asesinas de Amin Maalouf (Grasset, 1998), cuando hoy la mayoría de los analistas reivindican una identidad plural, de pertenencias múltiples, abierta al cambio y compuesta de elementos no sólo diversos, sino contrarios y hasta contradictorios? ¿Por qué no asumir, por ejemplo, que los componentes antagónicos que enfrentaban a las dos Españas y hacían inconciliables sus posiciones forman igualmente parte de la identidad española, como han hecho los franceses con Voltaire y Juana de Arco? Pero mejor que repetir de nuevo lo que ya he escrito con frecuencia sobre esta materia y mejor que ahogar a Vargas Llosa en el inmenso acervo bibliográfico que existe sobre la problemática identitaria, es preferible remitirle a los textos para mí más estimulantes: el Seminario que dirigió Claude Lévi-Strauss en el Colegio de Francia durante el curso 1974-1975 con el título de L'Identité (publicado por Grasset, París, en 1977) y a los capítulos (études los llama él) quinto y sexto de la apasionante reflexión de Paul Ricoeur Soi-même comme un autre (Seuil, París, 1990).

No me parece tampoco acertado el diagnóstico que nos propone sobre la dilución y el agotamiento de la idea de nación, cuando hoy el nacionalismo es el gran agitador de la mayoría de las comunidades políticas, como sucede en la española, donde el patriotismo centralista de Aznar y de su aparato ideológico andan permanentemente enzarzados con los nacionalismos periféricos, cuando cerca de 150 países se proclaman naciones sin Estado, y cuando la Unión Europea en su propuesta de Tratado Constitucional ha renunciado al proyecto metanacional y regresado a los Estados-nación instituyéndolos en protagonistas exclusivos de la construcción europea. Con todo, lo más discutible es la contaminación economicista de sus planteamientos, tan celebrada en el vocabulario mercantil que aplica al área de la cultura -productos, oferta-demanda, consumidores, etcétera- y en la mitificación del mercado a que se entrega, en una fase de tan compacta dominación de los oligopolios. ¿Cómo es posible congratularse por la libertad de comercio que asegura el mercado cuando al mismo tiempo en numerosos sectores, la comunicación, por ejemplo, unas pocas firmas -en el caso de Italia, una sola- controlan la totalidad del sector: Bertelsmann y sus socios en Alemania, Murdock en Australia, Dassault y Bouygues en Francia, por no hablar en ese mismo país de la razzia editorial que han practicado, cada uno por su cuenta, el Grupo Lagardère y las firmas Editis y De Wendel? ¿Cómo cantar las excelencias de la capacidad de auto-regulación económica del mercado y rechazar toda presencia del Estado en la actividad cultural -¡controles fuera!-, cuando el comercio ilegal de obras de arte con 50.000 millones de dólares supera ya el volumen del narcotráfico? Una personalidad como Vargas Llosa que se apunta al liberalismo bajo la advocación de Popper no puede aceptar la regresión del pensamiento liberal hacia el conservadurismo reaccionario, tal y como lo está ejercitando el equipo de Bush. Pues calificar de liberal la política económica de Cheney, Wolfowitz, Paul O'Neill y el resto del clan, con su intervencionismo extremo en favor de las multinacionales del lobby industrial-militar y de las firmas amigas, es puro escarnio. Del Vargas Llosa político hay que esperar que enlace a Popper con el combate de los padres de la Constitución de Cádiz, cortando los lazos del liberalismo con la reacción y devolviéndole su mordiente político y su potencia liberadora. ¡Qué bien si se consiguiera enrolarlo en la denuncia de la alta criminalidad económica y en la lucha contra el imperialismo monopolista!

José Vidal-Beneyto es catedrático de la Universidad Complutense y editor de Hacia una sociedad civil global (Taurus).

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