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Columna
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La creosota

Es bueno conservar el rastro odorífico de nuestra vida. Un recuerdo olfativo posee a veces mayor fuerza y capacidad de evocación que una imagen o unas notas musicales. La pituitaria es capaz de identificar aromas que enseguida relacionamos con circunstancias concretas de nuestra existencia, especialmente aquellos que archivamos en la infancia. Más de una marca de cosméticos ha fundamentado hábilmente su acción publicitaria en la capacidad que sus productos tienen de rememorar la niñez. Es una forma de explotar comercialmente el gozo que nos produce el volver a pisar las huellas odoríferas del pasado.

Un buen amigo al que le sobran kilos se niega a renunciar al cacao soluble de cada mañana porque el vaporcillo que desprende la taza le recuerda a su madre. Ese aroma, dice, le hace sentirse joven. Reconocer olores pasados y situarlos en el tiempo y el espacio constituye un ejercicio indispensable para mantener viva la memoria. Al igual que mi amigo el del cacao, trato de no desaprovechar la ocasión de revivir mi álbum personal de fragancias. He de admitir que algunas son poco originales. El olor de la tierra mojada tras una tormenta de verano me transporta de inmediato a los campos de Castilla de mis vacaciones infantiles y recuerdo aún cómo olían antes los autobuses de la Empresa Municipal de Transportes y el tufo intenso que desprendían las estaciones del metro. Este último, muy diferente al que ahora expele, me fascinaba. Era como un olor a caverna que reconocí de inmediato el día que tuve la oportunidad de bajar a la estación fantasma de Chamberí, cerrada desde los años sesenta. Aquellos efluvios que limpiaron los modernos sistemas de aireación tenían algo de tenebroso e inquietante para una nariz infantil. Las estaciones de tren olían de otra forma y sus andenes difundían una fragancia inconfundible. Intenso y cautivador, aquel aroma se mezclaba con los besos y abrazos, las sonrisas de bienvenida y las lágrimas de despedida propias de una época en la que viajar era todavía algo extraordinario. Tardé años en saber que ese perfume decididamente ferroviario era el de la creosota.

La creosota es un líquido espeso y aceitoso que extraen del alquitrán de hulla y hasta los años setenta se empleaba para proteger las traviesas de madera de la humedad, el frío y los insectos. Esas traviesas fueron levantadas para sustituirlas por las de hierro y hormigón, y la madera reciclada fundamentalmente para la decoración de parques y jardines. Semanas atrás, un documento de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid recomendaba públicamente la retirada de patios y zonas infantiles de las traviesas tratadas con creosota. Según cuentan, el benzopireno que contiene ha demostrado un poder cancerígeno muy superior al que se le venía atribuyendo. Ya en los ochenta, la normativa medioambiental limitó el uso de la creosota de forma categórica, aunque nunca tanto como para suponer que unas traviesas al aire libre pudieran resultar nocivas para la salud.

Sin poseer mayor conocimiento científico, me cuesta creer que el sudor alquitranado de la madera en un espacio abierto se aproxime siquiera a los umbrales máximos de concentración por encima de los cuales se incurre en situación de riesgo. Piensen, además, que hablamos de un compuesto usado hasta hace unos años en desinfectantes, repelentes de insectos e incluso en tratamiento de enfermedades de la piel como la psoriasis. Si sus efectos resultaban tan dañinos hubieran muerto como chinches, y no hay constancia de tal desastre. De los perjuicios provocados por las antiguas traviesas, de las que se cuentan por miles en los parques de Madrid, lo único que hay realmente documentado es que el año pasado un niño de San Agustín de Guadalix sufrió leves molestias tras jugar sobre uno de estos maderos. Y tampoco hubo mayor constatación científica sobre la relación causa efecto. Tengo la impresión de que en las cuestiones de salud tendemos a exagerar hasta el delirio con cosas menores mientras nos despreocupamos de las mayores.

Cargar la mano sobre la toxicidad de unos viejos maderos impregnados de alquitrán mientras la bollería industrial causa estragos en el organismo de la chavalería o la muchachada se cuece los fines de semana de alcohol y pastillas resulta un poco grotesco. Tengo dos traviesas en mi jardín desde hace cinco años y sigo vivo. Es más, soy casi adicto a la creosota.

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