Los ojos y el ombligo
"Para que el lector de estas páginas no se llame a error", dice Somerset Maugham al principio, "me apresuro a señalarle que no encontrará aquí mucha información. Este libro es la relación de un viaje por Birmania, los Estados de Shan, Siam e Indochina. Escrito para mi distracción personal, espero que distraiga también a cuantos deseen emplear unas horas en su lectura. Como soy un escritor profesional, espero sacar con ello algún dinerillo y tal vez también algún que otro elogio". Maugham confiesa ser ese tipo de viajero que se integra en el espacio en el que se adentra hasta el punto de encontrar normal todo lo que ven sus ojos, desde esa normalidad es desde donde cuenta y su narración, naturalmente, está exenta de la información propia de los viajeros que relatan sus constantes asombros y tasan y miden cuanto observan. Maugham se instala, por decirlo así, y narra su manera de estar dentro de lo que cuenta. Eso significa que mira y siente, no que mira y cuantifica. Sus libros de viajes están llenos de la vida que fluye a su paso, no son una lucha heroica o exótica contra los elementos sino un relato desde los elementos que constituyen el viaje.
EL CABALLERO DEL SALÓN
William Somerset Maugham
Traducción de Bernardo Moreno Carrillo
Ediciones del Viento
A Coruña, 2004
264 páginas. 19 euros
Somerset Maugham siempre tuvo el recelo propio del autor de prosa tradicional y elegante contra los escritores más arriesgados o vanguardistas, a los que hizo blanco de sus sarcasmos, de los que no se libran ni en este libro (véase la andanada que dirige a unos cuantos del grupo de Bloomsbury). Por lo general, la consideración que la crítica tiene con esta clase de escritores, que a él le aburren fastidiosamente, le irrita a más no poder. Viene esto a cuento de que, en efecto, él nunca intentó descubrir nada nuevo sino atenerse con la mayor exigencia, expresividad y brillantez a lo ya conocido, a la tradición. Precisamente en eso reside su encanto y hoy día resulta incomprensible (o quizá muy comprensible si lo consideramos desde otro punto de vista) que necesitara andar soltando mordacidades sobre autores que amaron la literatura y la escritura tanto como él. Evidentemente, Maugham echaba de menos, o reclamaba, el prestigio que se atribuía a los otros (los otros son Virginia Woolf o Joseph Conrad, por poner un par de ejemplos) y no le bastaba con la complacencia mayoritaria de los lectores (lo que hoy se llama vender) por mucho que alardeara de ello. Hoy sigue ocurriendo lo mismo, pero cada vez hay menos triunfadores sociales que escriban con la belleza con que lo hacía Maugham.
La digresión viene a cuento, como decía, de que la escritura de este autor es tan elocuente como su agudeza. En su literatura, Maugham busca una mágica mezcla de sensualidad y precisión que le convierte en un sensacional creador de climas, aún más que de personajes. Aplicado esto al libro de viajes, no resultará difícil entender el milagroso resultado de sus descripciones, de las que este libro está lleno. Siempre muy bien ritmadas, no abusa de ellas, las coloca en el lugar exacto y, entretanto, realiza un segundo despliegue: el de su perspicacia en la observación del género humano. Las anécdotas, principalmente de individuos perdidos y hallados en el fondo del sureste asiático, no sólo revelan agudeza sino también una alta capacidad de reflexión. Así, la suma de descripciones, impresiones y reflexiones, muestra la mirada interior y exterior a la vez de un hombre excepcionalmente dotado para exigir al lenguaje el máximo, que es lo que intentaron (y consiguieron) por sus propias vías escritores de talento a los que él consideró aburridos. Una paradoja.
Este libro tiene el encanto de lo singular y el encanto de lo bien narrado. No pretende ser más que lo que es: uno de los mejores libros de viaje que se han escrito. Eso sí, a la inglesa. De hecho, imagine el lector cómo viaja el autor cuando se aleja de las ciudades y se interna en selvas y montañas: un poni, una recua de mulas con sus muleros correspondientes, un criado, un cocinero y un intérprete. No es la aventura sino la mirada la que prima en tal relato y el mundo que este caballero inglés contempla y describe entra en la imaginación con la misma satisfacción que las ginebras con limón que se tomaba él cada vez que llegaba a un albergue. No hay emoción sino una sensualidad teñida de inteligencia que resulta realmente maravillosa.
Y hay un fondo de humor permanentemente unido a la inteligencia y a la precisión que redondea todo lo anteriormente dicho. No me resisto a transcribir tres breves frases para mostrar esta última apreciación. Una de ellas es de rabiosa actualidad, como se verá: "No pude por menos de notar -se refiere a los atuendos de las mujeres kaws- cómo una mujer que exhibe su ombligo acentúa el carácter de su rostro". Las otras dos obran el prodigio de introducir la literatura en la sensación: "Los días se sucedían los unos a los otros sin incidentes notables, como los pareados de un poema didáctico". Y finalmente: "La calle de la aldea estaba bordeada por tamarindos que parecían frases de sir Thomas Browne, opulentas, elegantes y serenas".
Hoy ya no se escribe ni se viaja así, pero cuando se lee algo tan hermoso y tan bien tendido como este libro, el lector piensa que ha perdido algo importante, como sucede siempre con los buenos relatos de otros tiempos. Menos mal que Somerset Maugham se mantiene vivo.
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