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Columna
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Arrabal

PUBLICADA EN en 1914, el año de la Gran Guerra y cuando se hallaba en su primer apogeo la vanguardia plástica germánica, la novela Rozadle, de Hermann Hesse, es un relato característico de iniciación artística -bildungroman-, en el que el protagonista, el pintor Johann Veraguth, cuyo talento le ha permitido una existencia acomodada, ha de plantearse cruzar esa frontera maldita, invocada no muchos años antes de Rimbaud, por la que se abandona todo, el éxito, la seguridad y hasta el afecto familiar, a cambio, en principio, de nada, o, si se quiere, por el mero placer peligroso de un aventurarse en lo desconocido, ese misterioso paraje de la creación. Casado con una mujer convencional, con la que pronto descubre que no puede comunicarse, Veraguth trata de agarrarse al clavo ardiente de la paternidad, agobiando a sus dos hijos varones, que no responden a sus expectativas por el simple hecho de que no se puede exigir lo que no se es capaz de dar.

Metido en este callejón sin salida, la inquietud de Veraguth no logra superar la senda de la autodestrucción hasta que es visitado por un antiguo amigo íntimo, Otto Burkhardt, que lo conmina a enfrentarse con la realidad de su insatisfactorio conformismo. Basta con que le demande qué piensa de los artistas verdaderamente grandes, para que el pintor reconozca las limitaciones de los de su propia clase: "Mira: nosotros no podemos hacer otra cosa que trabajar y trabajar, sin tregua, y enfrentarnos con la naturaleza tan concienzudamente como seamos capaces. Pero aquellos soberanos, que están penetrados del mismo aliento vital que ella, que son sus hermanos, sus camaradas, juegan con su representación plástica y son capaces, incluso, de recrearla. Ellos hacen una labor de creación donde nosotros sólo podemos hacerla de copia".

Casi un siglo y cuarto antes de la publicación de esta novela de Hesse, el poeta y artista plástico británico William Blake escribió su profético libro ilustrado, El matrimonio del cielo y el infierno, cuyo último verso coral es la exultante exclamación "¡porque todo lo vivo es santo!". Es la conclusión artística de esa comprometida proclama de la creación contemporánea por la que cualquier obra memorable ha de surgir de la confrontación dialéctica entre un demonio y un ángel, los fraternos heraldos respectivos de la energía y el pensamiento, fatalmente unidos en una extravagante deambulación al margen de la ley, emplazados allí mismo donde les dejó Platón: en los arrabales de la Ciudad Ideal.

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