Vargas Llosa y el ser excepcional
Arranca Mario Vargas Llosa su artículo Razones contra la excepción cultural (EL PAÍS, 25 de julio) agrupando en dos los argumentos principales de quienes la defienden. También se pueden ver dos campos, incluso dos criterios distintos, entre los que abominan de ella, juntos físicamente -sin embargo- hace unos días en los seminarios de verano de la FAES, esa niña bonita del tanque ideológico del PP en la que ha ido a poner todos sus mimos (y despechos) el ex presidente. Me chocó mucho estéticamente ver la foto del gran escritor peruano haciendo el paseíllo entre los primeros espadas del aznarismo más recalcitrante, pero la imagen seminarista no debe ofuscarnos. Las razones que allí por donde pasa expresa Aznar contra la excepción cultural, tan ramplonas como pintureras, alcanzan en Vargas Llosa una elaboración que, aun siendo a mi juicio errónea, merece ser debatida. Aznar lo reduce todo, muy en la línea de su hegemonismo testicular, a una cuestión de culturas valientes y cobardes, y ¿cómo van a estar amedrentados los españoles poseyendo una lengua hablada por 400 millones de personas? Son palabras sacadas de la extensa entrevista que Le Monde publicó el 9 de marzo del año en curso, es decir, dos días antes de los aciagos sucesos de Madrid, en la que también podía leerse esta otra afirmación del aún entonces presidente: "Los periodos más ricos de la literatura, de la música y de la ciencia jamás fueron estimulados por una excepción cultural, sino por un ambiente (environnement) abierto al mundo". Una frase vacua, falsa y mitinera que, como veremos más adelante, ni siquiera trabajada por Vargas Llosa cobra autenticidad o sentido.
El artículo del autor de Conversación en la catedral tiene en cualquier caso un punto de partida engañoso: identificar a los defensores de la excepcionalidad cultural con los políticos, como si no hubiera innumerables instancias, artículos y manifiestos recientes en los que artistas europeos de gran relieve se han sumado a esta iniciativa que hace al menos quince años lanzó el ancien ministre francés Jack Lang. Fijémonos en una particularidad que no puede ser casual: al igual que Vargas Llosa y alguna otra voz española crítica de las ayudas al cine nacional, los que en la propia Francia, cuna del invento, se han opuesto al mismo (como Alain Finkielkraut o Marc Fumaroli) son escritores. ¿Podría alguno de estos disidentes de la excepción cultural citar nombres de directores de cine o teatro, de actores, compositores o dirigentes de grandes orquestas que estén, como ellos, en contra? Porque ahí reside, en mi opinión, el evidente secreto del asunto, que Vargas Llosa elude desvelar en su artículo, alanceando enemigos armados y peligrosísimos tan inexistentes como los que Don Quijote creía combatir en la escena de los molinos de viento.
Ninguno de los intelectuales (y políticos, aunque menos) que defienden la necesidad de esta ley quieren imponer por vía de decreto parlamentario o comisión de expertos que el espectador asista en mayor número a una película de Nanni Moretti o Felipe Vega que a Troya o Spiderman, ni que en lugar de oír a David Bisbal se trague el Moisés y Aarón de Schoenberg. Lo que se pretende con estas medidas de salvamento de las artes representadas (y no escritas) es asegurar la mera existencia del producto ambicioso, es decir, dar la posibilidad de que el público que va a un multicine de, por ejemplo, Alicante, o viaja en un fin de semana a Madrid, pueda elegir entre el último blockbuster hollywoodiense y la nueva película de Icíar Bollaín, entre El fantasma de la ópera y un montaje de Hamlet con todo el lujo de un reparto de los cuarenta actores necesarios, sin que el sepulturero, el primer cómico, Horacio, Rosencrantz y el fantasma del padre tenga que encarnarlos el mismo intérprete.
Nadie favorece la lectura preferente de las novelas de Pierre Michon o Jaan Kross sobre las de Don Brown o Stephen King, y muchos títulos de alta literatura traspasan, gracias a la traducción, la frontera de la lengua minoritaria. Es cierto. Pero, ¿cómo es posible igualar las básicas necesidades económicas de creación, difusión y estreno de un libro con las de un filme o una ópera? No tuvo financiación estatal Mario Vargas Llosa, ni siquiera cuando era un joven escritor de escasos medios, para la escritura de Los cachorros o La ciudad y los perros. Su justísimo éxito internacional, de calidad y de cuantía, es mérito suyo, aunque -naturalmente- los premios de alta definición comercial le ayudaran a llegar a un público cada vez más extenso. Tampoco John Milton necesitó una avance sur recette para culminar El paraíso perdido; la miseria que cobró por ceder los derechos de publicación (se conservan los documentos contractuales) le dio amargura, sin impedirle por ello seguir componiendo en su cabeza y dictando, ya completamente ciego, sus últimas obras. Mas escribir un libro es cosa de uno, de una mesa, de un fajo de cuartillas y un lápiz o como mucho una pantalla plana, de un paquete enviado a un editor (si eres desconocido y no tienes agente), de una pequeña editorial volcada a los grandes libros, de un librero que los expone bien y los defiende. La novela y la poesía no requieren sponsors ni porcentajes previos de las televisiones para llegar a ser.
¿Qué sucede, por el contrario, con esa otra suprema forma de literatura dramática que es el teatro? Calderón de la Barca y Molière, Thomas Bernhard y Edward Bond no existirían a afectos prácticos, escénicos, sin los monarcas absolutos y teatros subvencionados que les encargaron y estrenaron sus piezas; a la inversa, por falta de un sistema teatral no exclusivamente sometido a las normas mercantiles, le fue imposible a Valle-Inclán, el mayor dramaturgo español del siglo XX, ver en el escenario la mayoría de sus piezas, "irrepresentables" no sólo estética sino económicamente en vida suya, y sólo redescubiertas y llegadas a un público deslumbrado cuando los centros dramáticos oficiales, tan denostados por los anti-subvencionistas, pudieron asumir el gasto de montarlas.
Por no hablar del cine, que es, en el fondo, la bestia negra explícita o callada de los enemigos de la excepción cultural, enemistad que en el caso de Aznar y su chillona legión de sicofantes periodísticos y radiofónicos alcanza el histerismo; rechazan y denuncian las modestas sumas pedidas para el simple sostenimiento de una industria cinematográfica española porque odian a la gente del cine español. Sabemos por qué: son todos unos izquierdistas y jamás darán su apoyo al PP, les montaron encima el pollo del "no a la guerra", y quieren vivir como Dios sin creer en él. Esto, el amplio espectro de la extrema dere-
cha mediática de nuestro país -que va desde neo-cons como Gabriel Albiac hasta un vieux con fascista como Jaime de Campmany- no lo puede tolerar. Me resulta sin embargo sorprendente que un honesto escritor tan aficionado al buen teatro y a los conciertos, tan constante seguidor del cine como Vargas Llosa (llegó a probar la dirección de películas, oficio no menos arduo que la presidencia del Perú), se muestre incapaz de deslindar la fluidez libre de patrocinadores que sigue permitiendo el arte de escribir novelas y los condicionantes que, en las circunstancias contemporáneas de la sociedad de mercado, limitan el desarrollo del teatro y el cine en todos los países europeos.
Parecería, por lo demás, leyendo el artículo citado, que quienes creemos en la necesidad de las medidas excepcionales como tabla de flotación (según el cometido que Ortega y Gasset asignaba a la cultura en el "naufragio" social), negamos la "identidad cultural colectiva" propia del hecho artístico, enarbolando una enseña nacionalista. En el cine, de ser ciertas las aprensiones de Vargas Llosa, los franceses, tan proclives a introducir dicha excepción, sólo pretenderían recortar los privilegios del coloso norteamericano para inundar el mercado de películas de granjeros normandos con pipa y foulard extasiados ante la grandeur de un buen trozo de camembert; todo lo contrario del empeño crítico, el generoso sostén financiero a difíciles producciones africanas y asiáticas, el reflejo multicultural propio y la multiplicidad temática y formal características de esa pujante cinematografía. En lugar del nacionalismo auto-proteccionista a ultranza que Vargas Llosa recela, se reclama algo muy distinto: permitir a un cineasta francés o español o lituano el acceso a sus propios medios de producción de una obra que el complejo, costoso y fuertemente colonizado aparato de la distribución y exhibición cinematográfica amenaza cada vez más con impedirle. Por cierto que a Velázquez el pintar a menudo por estricto encargo oficial y siempre a sueldo de las más altas y menos democráticas instituciones no le impidió hacer una obra "donde podían reconocerse los seres humanos de cualquier tiempo o cultura", en las palabras que el escritor peruano pone, después de citar el nombre del autor de Las meninas y de otros grandes artistas cortesanos, como paradigma del deseado universalismo del arte.
¿Que habrá algunas, incluso muchas de esas películas o piezas de teatro realizadas gracias a la excepción cultural que resulten nada excepcionales y de poca calidad? Naturalmente. Ni siquiera un escritor tan grande como Mario Vargas -a pesar de que componer una novela sólo precisa de una responsabilidad, de una cabeza y dos manos- garantiza que todas sus obras sean de un nivel óptimo. Las culturas, dice él, se defienden solas. Me parece un voluntarismo ingenuo, negado por la realidad y más palmario aún en otra de sus aseveraciones: "Querer acabar con el mercado para los bienes culturales porque el público no sabe elegir es confundir el efecto con la causa, liquidar al mensajero porque trae noticias que nos disgustan". El verdadero problema radica en la omnipotencia agresiva, voraz, de ciertos servicios multinacionales de mensajería; si dependiera sólo de ellos, hasta las voces individuales y más precarias dejarían de emitir incluso recados. Del mismo modo que, sin la reglamentada aportación económica de las televisiones, el coproductor español que trata de llevar al cine La fiesta del Chivo no podrá hacer oír el mensaje de esa obra maestra literaria de Mario Vargas Llosa.
Vicente Molina Foix es escritor.
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