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Columna
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Senil

Rosa Montero

Dicen que Fraga se ha echado una novia, Graciela Rompani, la viuda de un ex-presidente de Uruguay. Fraga tiene 81 años de este mundo y unos 320 años jurásicos. Ella debe de rondar los 65. El amor en los viejos suele ser tomado a cosa de risa. Resulta chocante y produce cierta incomodidad, cierta inquietud. Debe de ser cosa del puritanismo: la carne nos desasosiega, y más aún la carnalidad fuera del periodo procreador, que es el único autorizado por la moral convencional. Por eso nos turba el deseo sexual de los niños y nos desconcierta pensar en el amor senil.

Pero resulta que el amor nunca es senil, porque jamás crece. La pasión es igual a sí misma desde los nueve años a los noventa: por eso su representación clásica es Cupido, ese niño perpetuo. El chaval que se enamora de su profesora y la anciana prendada del médico de la Seguridad Social comparten el mismo temblor de estómago y han sido heridos por el mismo rayo. Oscar Wilde decía que lo peor no es que se envejezca, sino que nunca se envejece, es decir, que por dentro permanecemos siempre jóvenes, mientras que la carrocería se nos desploma. Y el núcleo más luminoso y más ardiente de ese tiempo interior fuera del tiempo es nuestra capacidad o más bien nuestra desesperada necesidad de amar.

De modo que sí, reconozcámoslo sin vergüenza: los viejos también aman. Sucede en las residencias de ancianos, sucede entre vecinos, incluso parece que le ha sucedido a Fraga, ese ser tan coriáceo. Los hijos de los amantes viejos no suelen entenderlo: a menudo son los más abochornados ante lo que ellos consideran una completa locura de sus mayores. Olvidan que el amor siempre es loco, sea cual sea la edad que se tenga. Y que en la enajenación transitoria de la pasión brilla la vida. Esos hijos que se sienten ultrajados deberían pensar en el futuro de su propia vejez y en la esperanza que el amor nos proporciona. De ancianos perdemos facultades y nos vemos impedidos de hacer infinidad de cosas. Pero siempre podemos amar, estemos como estemos; y el sólo hecho de hablar con el amado, cogerle la mano o acariciar su cuerpo puede ser mejor que el mejor sexo. El amor es nuestra pequeña dosis de eternidad.

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