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Ibarretxe y Kautsky

Ante la entrevista de hoy entre Rodríguez Zapatero e Ibarretxe los portavoces del Gobierno vasco nos previenen contra cualquier optimismo repitiendo la sempiterna cantinela del lehendakari: nadie puede en política exigir a otro, so pretexto de la conveniencia del acuerdo, que renuncie a sus ideas. La misma cantinela que, con toda probabilidad, oiremos salmodiar a Ibarretxe al salir de la reunión y que tiene dos aspectos: uno más concreto y táctico (no puede exigirse al PNV que retire el Plan presentado al Parlamento vasco) y otro más de fondo y estratégico (ningún acuerdo con el nacionalismo vasco significará que éste abandone su idea final independentista). Aunque el primer punto puede parecer más acuciante, en realidad es el menos serio, pues el Plan tiene ya su recorrido político prácticamente agotado. Enterrarlo dignamente es cuestión que exige tiempo, reubicación partidista, y superación de personalismos, nada más. En cambio, el segundo aspecto, el estratégico, es de más calado en el ciclo histórico largo, pues es el que impide que se establezca un marco estable de convivencia política en Euskal Herria.

Exigir a alguien que abandone su idea no es legítimo, pero sí lo es exigirle que tenga más ideas

En efecto, la salvedad de no renunciar nunca a la idea independentista relega a la condición de transitorio, de mera fase de tregua, a cualquier acuerdo ya logrado o que en el futuro se alcance. Como afirmó ya el lehendakari Aguirre en 1936, el nacionalismo visualiza cualquier estatus institucional como un escalón hacia una cima final, nunca como algo valioso por sí mismo. Y lo cierto es que los socialistas, aunque todavía están rentabilizando el simple hecho de la descompresión del clima político (y seguirán beneficiándose previsiblemente de esa descompresión a medio plazo), tarde o temprano tendrán que precisar los términos de un acuerdo constitucional y estatutario, que necesariamente deberá aparecer como estable y duradero. Un acuerdo simplemente transitorio, una tregua en la larga marcha hacia la secesión, no estaría a la altura del esfuerzo que se va a exigir a la sociedad española en el proceso de revisión que se ha puesto en marcha. Es el mismo alcance que los socialistas autoestablecen para su propuesta (nada menos que organizar la España plural) la que exige un cierre a su altura. Y ese cierre no se logrará si el nacionalismo no abandona la idea de que la secesión es su meta política última.

La cuestión, entonces, es la de si puede exigirse a alguien que renuncie a sus ideas. Y la respuesta inicial obvia es que no, siempre que tales ideas sean legítimas, como lo es en principio el independentismo. ¿Estamos entonces condenados a una situación de perpetua inestabilidad como producto inevitable de esa irrenunciabilidad de la idea nacionalista? Parece a primera vista que sí, aunque, como decían sagazmente los escolásticos medievales, cuando te topas con un razonamiento sin salida no hay más remedio que hacer una distinción. En nuestro caso puede ser la de que una cosa es renunciar a una idea y otra distinta es tener más ideas. Exigir a alguien que abandone su idea no es legítimo, pero sí lo es exigirle que tenga más ideas, que abra su mente a un enriquecimiento reflexivo en torno a ella. Lo que falla entonces en el planteamiento retórico del lehendakari es su simplismo maniqueo: renunciar o no a una idea. Cuando realmente cabe un tertium genus: enriquecer esa idea con otras reflexiones.

¿Y qué reflexiones son esas? Bueno, podrían citarse muchos ángulos de pensamiento, pero creo que uno inspirado directamente en la filosofía moral de Aristóteles es el más adecuado. Nos enseñó el estagirita que en el terreno ético y político una idea no puede ser juzgada sin tener en cuenta su aplicación real en un mundo repleto de contingencias. En la interacción humana la praxis forma parte de los principios intelectuales, de manera que una idea no puede juzgarse como verdadera o falsa mientras no se conozca su resultado, y ningún resultado se da antes de la experiencia. Esta es la esencia de la virtud intelectual que denominaba phrónesis y que podríamos traducir por prudencia: los principios no pueden ser conocidos con independencia de su uso. Pues bien, la idea abstracta de independencia es legítima en principio, pero puede dejar de serlo cuando se pone en relación con la sociedad concreta a la que quiere aplicarse y con las contingencias históricas del tiempo en que pretende realizarse. Que es precisamente lo que clamorosamente sucede aquí y ahora, como lo demuestra el desgarro social y la inestabilidad anímica y política que produce. Si su propia praxis hace desaconsejable un principio intelectual, éste mismo queda desvirtuado y, por ello, debería ser descartado como proyecto válido por su autor. No es abusivo pedirle que renuncie a él. ¿Para siempre? Sí, en tanto no cambie la sociedad a la que debería de aplicarse.

La situación del lehendakari recuerda a la de Karl Kautsky cuando la socialdemocracia germana estaba sumida en la polémica del revisionismo animada por Bernstein a fines del siglo XIX. La doctrina marxista exigía mantener el horizonte revolucionario pero, en la sociedad realmente existente, la revolución había dejado de ser admitida por la mayoría social como mecanismo de ruptura del orden. Kautsky salió del embrollo con una frase ya clásica: "la socialdemocracia es un partido revolucionario, no un partido que organiza revoluciones". Una distinción sutil que nacía del previo enriquecimiento intelectual en torno a la idea y la praxis de la revolución. Más que renunciar a una idea, la frase proclamaba que ésta había devenido más compleja gracias al análisis de las circunstancias. Un análisis y una distinción que nuestros nacionalistas tendrán que hacer algún día si quieren de verdad la estabilización del país.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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