La revuelta indígena avanza en los Andes
La desaparición del Estado en el mundo rural del altiplano en Bolivia y Perú desencadena estallidos de violencia
Perú y Bolivia viven momentos difíciles, en los que la radicalización de las protestas sociales pone contra las cuerdas a dos presidentes debilitados. Alejandro Toledo ha capeado este mes una huelga general en la que la consigna más coreada fue la dimisión del presidente. Su homólogo boliviano, Carlos Mesa, ha enfrentado movilizaciones y frecuentes cortes de carreteras hasta pasar con éxito el desafío del referéndum sobre el gas. Está por ver si el resultado de la consulta le consolidará en su puesto de presidente. La violencia de los últimos meses en el ámbito rural de los dos países andinos es una señal de alarma de las masas pobres indígenas que malviven en el abandono absoluto por parte del Estado.
Los protagonistas ya no son los guerrilleros, sino grandes masas que se levantan sin control
El trayecto desde la ciudad peruana de Puno hasta la capital boliviana, La Paz, bordea el majestuoso lago Titicaca a través de territorio aimara, la nación indígena mayoritaria en el sur de Perú, el oeste de Bolivia y el norte de Chile, que conserva sus códigos, cultura y lengua. La dureza del altiplano condiciona la vida austera de comunidades desperdigadas, dedicadas al cultivo de la patata y otros tubérculos y a la cría de llamas y alpacas. Casas de adobe de extrema modestia, animales poco relucientes y campos que exigen mucho esfuerzo conforman un paisaje por el que transitan hombres y mujeres ataviados con las vestimentas tradicionales. Parece la imagen de un mundo que vive en paz.
La percepción cambia drásticamente a la entrada de Ilave, una localidad de 25.000 habitantes entre Puno y la frontera con Bolivia, en la cuenca del Titicaca, por la que transitan contrabando y droga en grandes cantidades. Las paredes están repletas de pintadas contra Cirilo Robles, el alcalde que fue linchado por una turba enardecida que tomó la ciudad el pasado 26 de abril. El brutal asesinato se produjo después de 25 días de protestas y movilizaciones contra el síndico que presagiaban un final trágico. Robles no era un dirigente popular y, probablemente, pocos lloraron su muerte en Ilave, donde se le acusaba de mentiroso y corrupto. La ciudad estuvo más de tres semanas paralizada y en pie de guerra, mientras desde Lima las autoridades centrales hacían oídos sordos, según denuncian los vecinos. "Es impresionante la incomunicación con el Gobierno. Hemos sufrido la violencia de la no escucha", lamenta la hermana Gabriela Zengarini, una dominica argentina destinada en Ilave.
Nadie ordenó reforzar el contingente policial de 15 hombres a pesar del aumento de las movilizaciones y la agresividad de los pobladores que bajaban de las comunidades aledañas. Tras el linchamiento, el Gobierno envió un contingente que recuperó el control de la ciudad en un operativo casi militar. Tres meses después, Ilave sigue sumida en el caos, con el Ayuntamiento cerrado a cal y canto, sin ninguna autoridad y sin servicios que funcionen.
En la cultura aimara la destitución de una autoridad como el alcalde es un asunto que puede resolverse fácilmente por decisión popular. "El problema es que la legislación peruana no considera la figura de la destitución por el pueblo. Son códigos culturales que no encajan y provocan estas crisis", advierte Dante Vera, ex jefe de asesores del anterior ministro del Interior, Fernando Rospigliosi, que fue obligado a dimitir por el Congreso peruano a raíz de los incidentes de Ilave. "No sólo es débil la autoridad del Estado central", añade Vera, "sino también en los niveles más locales. Hay, además, una crisis de hegemonía, liderazgo y autoridad por parte de la misma sociedad. Cuando se produce este tipo de cosas ha llegado la hora de las turbas y la hora del caos".
Lamentablemente, la localidad peruana a orillas del Titicaca va camino de convertirse en un referente en el mundo rural andino. "Pórtate bien o te hacemos lo de Ilave, le han amenazado a más de un alcalde", explica Luis Jesús López, párroco español de Juliaca, que lleva en la zona más de 30 años.
Primero fue Ilave, después vino Ayo Ayo, en Bolivia, y la historia podría repetirse por un efecto dominó en un buen número de comunidades de la sierra peruana y del altiplano boliviano, donde la presencia del Estado apenas se deja sentir. Son territorios olvidados desde hace décadas, de los que el Gobierno en Lima o en La Paz se acuerdan cuando se produce un levantamiento popular.
El linchamiento hace un mes de Benjamín Altamirano, alcalde de Ayo Ayo, acusado de corrupción, ha destapado un agrio debate sobre la llamada "justicia comunitaria", aplicada por los pueblos indígenas. Junto al cadáver quemado después de haber sido golpeado brutalmente y torturado alguien colocó un cartel con el texto: "Justicia comunitaria contra la ley, donde no hay justicia social". Como si el pueblo aimara tuviera entre sus normas de comportamiento la aplicación de la máxima pena, incluido el linchamiento y los malos tratos. Especialistas en culturas indígenas han subrayado que la justicia comunitaria no reconoce dentro de su sistema punitivo pena alguna que comprenda la muerte. La realidad es que en Ayo Ayo y otras localidades del altiplano boliviano como Achacachi o Warisata la ausencia del Estado llega a un punto tal que la Policía no hace acto de presencia desde hace tiempo, lo que ha convertido aquellos territorios en tierra de nadie, donde se mueven a sus anchas los caudillos que se aprovechan de la agresividad de algunos pobladores.
El escenario de países que vivieron conflictos armados de larga duración, como Perú, ha cambiado. Los protagonistas no son más los grupos guerrilleros, sino grandes masas que se levantan sin control, "la hora de las turbas", como la describe Dante Vera. "La delincuencia se traslada a la protesta social. En los años setenta la consigna era 'si no hay solución, la protesta continúa', ahora la consigna de moda es 'si no hay solución, hacemos la cagada', o, como dicen en Puno e Ilave, 'si no hay solución, sangre correrá".
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