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SOMBRAS NADA MÁS | Josep Borrell, presidente del Parlamento Europeo.
Columna
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El ingeniero vuelve a emprender el vuelo

Juan Cruz

Javier Pradera dijo aquí (el 19 de mayo de 1993), después de uno de aquellos debates bronquísimos entre el Gobierno socialista y la oposición conservadora, que el entonces ministro de Obras Públicas, Josep Borrell, había estado "brillante, incisivo, convincente y documentado". Estaba haciendo un retrato cuyas características le servirían luego a este ingeniero aeronáutico de Pobla de Segur (Lleida, 1947) para convertirse en candidato de su partido a la presidencia del Gobierno.

Cuando tres años después de aquel debate ya había perdido Felipe González y Borrell parecía el único que seguía dispuesto a dar la guerra que le ayudaba a mantenerse en forma. En el homenaje que el mundo de la cultura le dedicó al ya ex presidente, su ex ministro se paseaba en silencio entre las mesas mostrando una sonrisa que parecía la de un triunfador.

Algún tiempo después Borrell decidió poner en riesgo esa sonrisa y desafió a su partido proponiéndose a sí mismo como candidato a suceder a González en el sitio para el que Ferraz quería a Joaquín Almunia o a Javier Solana. Lo que son las cosas: cinco años después ese trío que quiso ser González se halla a pocos pasos de distancia en los despachos de Bruselas: Solana, como futuro ministro de Exteriores de Europa; Almunia como ministro de Economía de la Comisión, y Borrell, al fin, como presidente del Parlamento Europeo.

El ingeniero aeronáutico reemprende el vuelo. Capotó de manera gravísima cuando descubrieron que amigos suyos se habían beneficiado de sus cargos de funcionarios de Hacienda para enriquecerse, dejó la candidatura y fue sometido (y se sometió a sí mismo) a una etapa de oscurecimiento que también fue un periodo depresivo para un hombre que parecía destinado a triunfar en todo.

Incluso cuando ya era el candidato que derrotó a Almunia, Borrell no era un hombre feliz. Miraba de reojo a Ferraz, porque se sentía mirado de reojo por Ferraz... Borrell finalmente arrojó la toalla y dimitió para que Almunia aceptara al fin su propio camino hacia el fracaso electoral.

No podían destruirlo del todo, claro; es un hombre muy bien formado, y él lo sabe, y esa constancia es la que siempre le ha producido un rictus de victoria (el que tenía aquella noche de despedida a González) que ha irritado a unos y a otros; el hachazo que le dio la historia política le puso los pies en el suelo, y su ejercicio de autocrítica (que no fue implacable sólo en público) le llevó a darle mayor relatividad a su idea del éxito.

En el periodo de deterioro al que lo sometieron se sumó, incluso, la maledicencia nacional. Los rumores difusos sobre sus opciones sexuales, lanzados sin más fundamento que el de herir, fueron esquivados por él con el mejor humor posible. A veces le preguntaba él mismo a sus amigos periodistas: "¿Y qué, cómo estamos hoy de rumores?". Europa fue su destino y su trabajo en este largo periodo de ostracismo, que acabó prácticamente anteayer: a pesar de que se le veía en actos públicos apoyando a los suyos (y sobre todo a la suya, su compañera Cristina Narbona, ahora ministra), él no tuvo claro hasta muy tarde que Zapatero le quería para encabezar la candidatura europea.

Cuando se despejó esa incógnita, la crueldad con la que el PP pidió su descabezamiento por aquel escándalo fiscal de sus amigos regresó en las manos y en la voz de su contrincante, Jaime Mayor Oreja. Acaso salió adelante porque ante esos embates volvió a lucir la sonrisa (ahora matizada por la experiencia de los fracasos) que le convertía en el único socialista contento cuando todo el mundo estaba bajo las lágrimas del desastre.

Un día dijo que la constancia del poder le producía éxtasis indecibles, acaso orgasmos. Ahora quizá aborde el éxito también como la posibilidad de un escalofrío... Sin embargo, los que han estado cerca de él veinticuatro horas después de su triunfo en el Parlamento Europeo han visto de nuevo a aquel Borrell "brillante, incisivo, convincente y documentado". ¿Y arrogante? Cuando era candidato socialista a presidir el Gobierno, convocó un almuerzo de escritores. Estaba Caballero Bonald. Esta semana nos recordaba el poeta aquel semblante: "Una persona cultivada y elegante. ¿Arrogante? Al revés: comedido y silencioso. Me gustó la forma de mirar; transmitía cierta sensación de confianza". Ahora ha vuelto a sonreír. Tuvo la segunda oportunidad sobre la tierra después de al menos cien años de soledad.

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