El maestro olvidado
La magia de Cortázar tal vez hizo que muchos de los lectores de su Rayuela tuviesen por fruto de la ficción, a la manera borgesiana, a ese escritor, Juan Filloy, que el autor argentino cita con devoción en su novela. No se trata, sin embargo, de un escritor inventado por otro, ni de un personaje de novela que se asoma a la realidad escribiendo novelas, ni siquiera se trata de un heterónimo de Borges. Filloy, lo sabemos ahora de la mano de la reedición de Siruela y del prólogo de Mempo Giardinelli, sí fue en cambio un escritor de carne y hueso que devino tan secreto, tan abstruso, tan enigmático y hasta tal punto recluido por la artificiosa realidad de su ficción y por su lenguaje omnímodo, que su vida real vino a convertirse en biografía literaria, y el hombre mudó en asombroso personaje de novela. De bíblica longevidad, en sus 106 años. Filloy cultivó todos los géneros, incluso los que él mismo hubo de inventarse, coleccionó palíndromos como un naturalista, leyó con placer a autores tan remotos como él -uno de ellos, el catalán Raimon Casellas-, dibujó caricaturas, desplegó el diccionario entero en sus libros ("cascarudo", "tincazo", "macana", "churque"), acuñó los vocablos que necesitaba y no existían y decidió que todas sus obras se titulasen con siete únicas letras, como en un ejercicio del Oulipo avant la lettre. En realidad, Caterva (1937), la novela de los clochards que tanto impresionó a Cortázar, trufada de lúcidas lecturas de la vida y de sentencias sabias ("la verdad está articulada por mil mentiras menores. Por eso es venenosa", página 349), le da la mano a la vanguardia literaria más virulenta, aquella que sacude y estimula el lenguaje hasta que no hay más protagonista en el texto que el lenguaje mismo, como hiciera Joyce una década antes y harán más tarde Gadda -viene a menudo a la memoria El zafarrancho aquel de Vía Merulana leyendo las páginas de Caterva-, Lezama o Perec. Filloy, que es de la broma tanto como el creador del Ulises, experimenta con el lenguaje y disfruta haciéndolo, se harta de parodias (la de la nana, en la página 17, no tiene desperdicio), creacionismos e ironías descarnadas, escribe de forma multilingüe, juega con las jergas y el habla oral, y le acaba brindando al lector una crónica cómica de la vida trágica de los vagabundos urbanos, las "linyeras", vestigios humanos en un mundo moderno tiranizado por la máquina (dialéctica, por cierto, muy propia de la vanguardia histórica, cuya impronta es palmaria en esta novela frenética y descabellada, pero eminente). Sabio, impúdico y paródico hasta el extremo, Filloy se puso el mundo por montera y, como Henry Roth, como Céline, como Bernhard o Pavese, ante la tentación de escribir para inventarse vidas, prefirió que su vida no fuera otra cosa que escribir.
CATERVA
Juan Filloy
Siruela. Madrid, 2004
410 páginas. 23,50 euros
Por una vez podemos congratularnos de que una novedad editorial coincida con una antigüedad literaria, circunstancia infrecuente y en este caso feliz, pues no cada día puede uno conocer a un gran escritor, y créame, señor Filloy, que ha sido un verdadero placer.
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