'El rey Lear' (primeras impresiones)
Lear/Bieito. ¿Un retorno al pasado? Sí, felizmente, y también un pasaporte hacia el futuro. Contra todo pronóstico, su Rey Lear está más cerca que nunca de su Rey Juan. No han desaparecido las gratuidades, ni los trazos gruesos, ni el primar la trama sobre el texto, pero predominan la limpieza expositiva, la atmósfera ominosa (las lajas de penumbra y la parrilla de fluorescentes de Xavi Clot) y una dirección de actores muy ceñida, bordeando un clasicismo más rompedor, por intenso, que la voluntad transgresora (o vendedora) de sus anteriores patchworks. Declan Donnellan podría haber firmado buena parte de este Rey Lear que Calixto Bieito presenta en el Romea (hasta el 1 de agosto) y que quiero ver más veces; ahora, durante la gira, y en Madrid, en el Festival de Otoño. Ahí van algunas primeras impresiones, porque el montaje tiene mucha tela que cortar.
Lear/Pou. Comienza como Vincent Price (grandguignolesco, sardónico, inquietante), sigue como Montenegro (autoridad incontestable, fiereza tiránica) y desemboca en el perfil del Quijote loco, sacudido por relámpagos de dolorosa cordura. Una lección de coraje y entrega; una admirable voluntad de saltar más allá de su sombra. Grandes gestos y grandes momentos de actorazo mostrando sus poderes: Lear/Price hundiendo el rostro de Cordelia en el pastel que acaba de partir en tres trozos; Lear/Montenegro golpeándose la cabeza para activar el reloj que atrasa o acelera sin motivo aparente; Lear/Quijote, más homeless que nunca, alimentando a Gloucester con cucharaditas de sopa en una de las escenas cumbre del espectáculo. Y una gran idea de dirección, porque así Pou se coloca en el estado idóneo para reconocer a Cordelia: una locura bondadosa, casi panteísta; una epifanía de calma antes de que todo sea absorbido por el gran vacío. Ningún actor "tiene" a Lear en las primeras funciones. Pou ha apresado ya muchas capas y entreveros de Lear; ha ido muy lejos, pero falta aún -tiempo al tiempo- que resplandezca la dificilísima alquimia, aérea y terrestre, de la locura final: combinar la monodia rota y circular del mendigo ciego de vino negro y la altísima voz alucinada del patriarca mítico con alas de ángel caído.
Bufón. Con la sabiduría de los superveteranos, Boris Ruiz huye de Clarín para saltar a un terrado de infancia: un oligo tierno y amargo, con la pata quebrada y vestido por las monjitas del asilo. Hay una gran química, hecha de cariño mutuo, con Lear/Pou: es el perfecto Don Galán de este Montenegro. Dos grandes ideas a retener: su gag de la regadora bajo la tormenta y la invención de su muerte a manos del rey, que acaba con él como Frankenstein jugando con la niña del lago.
Gloucester. El gran Carles Canut lucha (y gana) contra los elementos. Han podado algunas de las frases más hermosas de su papel ("no tengo camino, así que no necesito ojos; cuando veía, tropecé") y el final de la escena del acantilado está montado con prisa, como si hubiera que pasar enseguida a otra cosa. Lástima grande, porque es una de las escenas mayores de la obra: todo Beckett sale de ahí. Suerte que poco después toma su sopa como sólo un mendigo de Galdós (o de Buñuel) sabría hacerlo.
Las hijas. Àngels Bassas se ponía un poco estupenda en la Electra del pasado verano; aquí está estupenda sin paliativos: llena de furia, poder y lujuria, como una joven Lena Olin. Hacía tiempo que no veía una Goneril tan clara, tan sensual y tan reina. Victoria Pagès (Regan) es una olla a presión desbordante de escudella hirviendo. Y con un aplomo sorprendente, teniendo en cuenta que se incorporó al montaje al día siguiente del estreno, para sustituir a Roser Camí. Anna Ycobalzeta sirve una Cordelia conmovedora, más víctima de los tajos textuales que del fatum: cuesta lo suyo adivinar quién se la ha cargado y por qué. Dos highlights: su sonámbula canción francesa (Fatiguée) y, sobre todo, el reencuentro con su padre. Hace falta un par de ovarios para sostener un mano a mano con Pou.
Kent. Igualmente, se precisa un gran vigor y una gran convicción para interpretar a Kent cuando te tiñen de rubio platino y luego te disfrazan de SuperMario. Pep Cruz, rudo fajador, tiene una cierta tendencia a moverse en escena como si la obra se llamara Kent en vez de Lear. No estoy seguro de que eso sea malo del todo, siempre y cuando lo controle.
Edgar y Edmund. Lluís Villanueva, fino estilista, hace lo imposible para solventar el eterno problema de Edgar -su inverosímil transformación en el Pobre Tom- pero el pelucón de Barbie Picapiedra y el tanga de lamé no le ayudan. Vístanle de loco decente, por la gloria de mi madre, y de paso devuélvanle su gran frase: "No hemos llegado a lo peor mientras todavía podamos decir 'esto es lo peor". A Edmund, su hermanito bastardo, le han marcado una línea descaradamente expresionista: se pierden muchos matices, claro, a favor del aguafuerte, aunque el gran logro de Francesc Garrido reside en saber mostrar, sin retortijones, la frialdad cerebral del psicópata.
Rogativa. Vale que Edmund se haga una paja sin venir a cuento y vale que la lluvia (muy espectacular, eso sí) emborrone los parlamentos, porque la entrega de esta compañía puede con todo y más, y porque estamos agradecidísimos de que Lear no se tire a Cordelia, como hacía Polonio con Ofelia en su Hamlet, señor Bieito, pero el duelo entre Edgar y Edmund blandiendo falsas sierras mecánicas es una memez de patio de colegio. Corte usted eso, desde aquí se lo ruego, en beneficio de todos. Que peleen a cuchillo o a puñetazo limpio: ese chimpún de hojalata (y el desparrame subsiguiente) no sólo no genera la menor sensación de peligro, sino que tiende a provocar la chacota del respetable ("¡ahora empieza la juerga!") y, lo peor, está a un paso de arruinar la emoción de la gran escena final. Borre ese borrón, tenga un detalle. Ni su espectáculo ni sus actores se lo merecen.
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