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Columna
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Las renuncias de un presidente

Negro sobre blanco. Rajoy vino a decir ayer en Valencia que si él fuera compromisario en el próximo congreso regional del PP votaría a favor de Francisco Camps. De los zaplanistas, claro, no hay más noticias que el ruido que provocan un día sí y otro también José Joaquín Ripoll y Julio de España. Y de la trompeta que utiliza el gallego, aunque lleve sordina, han salido unas notas altas y claras reclamando silencio. Así las cosas, como alguien vuelva a sugerir la posibilidad de presentar una candidatura distinta a la encabezada por Camps se va a enterar de lo que vale un peine. En el PP, a diferencia de lo que ocurre en el PSPV, no saben convivir con la disidencia. No tienen esa veta libertaria de los socialistas. Más aún, les cuesta entender qué significan conceptos como diálogo, consenso o democracia cuando de cuestiones internas se trata. Por eso, todas las crisis partidistas de la derecha se han saldado con un bando victorioso y otro en el que no han quedado ni heridos ni prisioneros.

Obviamente, Camps quiere ser de los primeros y si para ello debe pagar peaje, paga. Otra cosa es que lo haga de motu propio o forzado; pero ésta es una cuestión secundaria para los ciudadanos. Y ya hace tiempo que viene pasando por la taquilla de Génova. La primera de sus renuncias y, tal vez, la más dolorosa fue el sacrificio de su doctrina valencianista. Eduardo Zaplana, cuando tenía acceso directo a la Moncloa, contaba a quien quisiera oírle que el presidente de la Generalitat era un nacionalista y un catalanista peligroso. Aznar, claro está, también lo oyó y exigió a Camps que renegara de tan herética doctrina. El aspirante a Jaume I no precisó de una visita a Canosa ni tuvo que vestir tosco sayal ni cubrir su cabeza con ceniza; simplemente arrumbó su decálogo sobre el valenciano, se olvidó de hablarlo, coqueteó con una figura más del gusto aznarí: El Palleter (del que hay constancia de su declaración de guerra a Napoleón al grito de "muyra el francés", pero del que no debe descartarse que acabará gritando "vivan las caenas" en favor de Fernando VII) y ahora recorre el camino de Santiago abrazado al pendón de Castilla y proclamando su admiración por el Cid.

Esa metamorfosis vino acompañada por un tronitronante discurso sobre la maldad intrínseca de los socialistas de Rodríguez Zapatero que 'mos ho volen furtar tot' y el alineamiento en un autodenominado "eje de la prosperidad", que no es otra cosa que la alianza de tres autonomías del PP contra el gobierno del PSOE, cuestión sobre la que nada hay que objetar porque los partidos no son precisamente ONG. En ese pacto con Madrid y las Baleares, Camps ocupaba un lugar subalterno respecto de Esperanza Aguirre, pero un escalón por encima de Jaume Matas hasta que éste viajó a Barcelona y pactó con Maragall la eurorregión (un acuerdo que se justifica desde las islas asegurando que es "económico", a diferencia del que se mantiene con los valencianos que es "político". El matiz no es cualquier cosa), dejando al presidente valenciano en una posición desairada y, en cierta medida, aislado. El desmarque de Matas carga sobre las espaldas de Camps todo el esfuerzo de llevar adelante en solitario su defensa del Arco Mediterráneo, alternativo a la eurorregión de Maragall. El pulso entre los presidentes de las comunidades mediterráneas peninsulares para alzarse con la centralidad en su zona de influencia puede resultar tan apasionante como estéril, sobre todo para el valenciano que no cuenta con el apoyo del Gobierno de España ni tiene detrás el peso político de Cataluña. El anuncio de que Maragall acompañará a Zapatero a Toulouse y Montpellier para tratar el eje ferroviario de alta velocidad y ancho europeo entre Valencia, Barcelona y Montpellier subraya, por si hiciera falta, la necesidad de entendimiento desde la competencia cooperativa entre valencianos y catalanes.

Camps, con el apoyo de Rajoy, debe volver a recuperar la doctrina política que insinuó al poco de su llegada a la presidencia, olvidarse de falsos complejos respecto de los vecinos del norte y rearmar un discurso moderno necesario para el futuro económico de los valencianos. Sólo así podrá evitar que Jaume Matas u otro le madrugue en temas de estado que deberían ser suyos.

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