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Crónica:TOUR 2004 | Decimosexta etapa
Crónica
Texto informativo con interpretación

Alfombra roja para Armstrong

El estadounidense convierte la ascensión a L'Alpe d'Huez en un paseo triunfal en el que avasalla a Basso e instruye a Ullrich

Carlos Arribas

Ángel Arroyo, El Salvaje, ganó la cronoescalada del Puy de Dôme, descendió a Clermont Ferrand, se bajó de la bici y formuló la "paradoja de la cronoescalada". "Para triunfar", dijo, "hay que subir a tope pero sin dar el tope". Luego siguió hablando, pero no ofreció la solución al problema, simplemente ofreció algunas pistas. "En realidad", dijo, "he ganado porque me equivoqué de desarrollo. Sólo conocía la subida de hacerla en coche y puse un 22, y no me dio tiempo a cambiar al 23. Luego empecé regulando mucho, porque sabía lo que me esperaba. Pensaba empezar a vaciarme a falta de dos kilómetros, pero había una nube inmensa de mosquitos y por miedo a que se me metieran todos en la boca no la abrí a tope hasta los últimos 700 metros. Al final me sobró gasolina, pero gané". Aquello ocurrió en 1983, tiempos de intuición, fantasía y corazón. De magia. Qué ingenuidad. Qué tiempos.

El tiempo del ganador se quedó a un segundo del récord de la subida, en poder de Pantani
El podio de Francisco Mancebo pasa a convertirse en pura quimera tras la etapa
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Enfrentados ayer a la misma paradoja, Lance Armstrong y Jan Ullrich, los dos superclases que han dominado el Tour desde hace ocho años, los tiempos del cálculo, la eficiencia y el control, resolvieron el problema sin recurrir a sutilezas, tretas o artimañas, sino negándolo de entrada, por fuerza bruta, saliendo a tope, terminando a tope, dando siempre el tope. Puros vatios expresados en velocidad -Armstrong y su molinillo-, en potencia -Ullrich y su boca abierta, qué dolor de riñones, gemelos a punto de reventar-, puros vatios que convirtieron L'Alpe d'Huez, el mito, su pendiente del 8%, las cunetas de los holandeses, los alemanes, franceses, italianos y españoles, en una autopista, casi llana, sin asperezas; sus 21 virajes, cada uno recordando a un campeón, en trampolines de lanzamiento; a sus rivales, en la más pura nada. Calor. 29 grados en la cima.

L'Alpe d'Huez fue un laboratorio -ruidoso, festivo, cláxones, ríos de cerveza, alegría, canciones y puños agresivos, pero laboratorio- en el que se confirmó la teoría, lo experimental, a saber, la velocidad siempre le puede a la fuerza, la velocidad es eficiencia, la fuerza, derroche. Ullrich gastó los mismos vatios -entre otras cosas porque es más pesado- pero logró menos velocidad. Ullrich inmóvil, poderoso, tremendo, fue una apisonadora; Armstrong, etéreo pese a su potencia, volátil, enamorado -habitual piquito de su Sheryl en la salida, seguimiento, sufrimiento a través del túnel de su Sheryl, teatrera, cámara de fotos en bandolera, representación del alivio, en meta, vaqueros rotos, emoción, esto es la vida, éste es mi Lance-, calcetines negros, maillot transparente, bici tan ligera que la tuvieron que pesar cuatro veces hasta que la tasaron lo suficiente para pasar el control, lanzado. Ganó, como siempre, Armstrong. L'Alpe d'Huez, la 21ª cronoescalada en la historia del Tour, fue su alfombra roja, su paseo de los famosos entrando a la entrega de los oscars. Pero no andando. A casi 25 por hora. A falta de tres kilómetros, Armstrong dobló a Basso. "No podía imaginarme que iba a estar tan mal", dijo. Podría haber precisado: No podía imaginarme que yo iba a andar tan bien. O sí.

Frente a la armonía de la potencia, de la fuerza, de la velocidad de Armstrong y Ullrich, Ivan Basso, el hermoso, el futuro, la esperanza, pareció cojitranco, un ser frágil y desbordado que más que pedalear pateaba los pedales en dolorosa asincronía. Francisco Mancebo, el dolor, fue un náufrago que se agarraba del manillar, que tiraba del manillar como si fuera su tabla de salvación, un rictus de sufrimiento en su rostro, una lentitud dolorosa en sus pedaladas. Frente a las dos bestias que no entienden de sentimientos, de sueños, de ilusiones, motos de 500cc, según expresión de José Miguel Echávarri, Basso exprimió al máximo su motor de 250cc, suplió con tenacidad, con ilusión, con deseo, la falta de fuerza. Sucumbió. Visto lo que queda -hoy se anuncia masacre en los grandes puertos alpinos, el sábado se anuncia la contrarreloj más dura de la historia-, vista la determinación de Ullrich, que ya está a 4m del italiano, su segundo puesto, tan extremadamente defendido frente a nadie el martes, corre serio peligro. Y el podio de Mancebo, aquel insidioso enemigo que el martes en el Vercors generó la táctica del siglo del CSC para neutralizarlo, es pura quimera. La fuerza de Mancebo es su naturaleza de resistente. Mancebo es un ultramaratoniano que cuanto más larga, más dura, más tremenda es la etapa más aguanta. Mientras sus adversarios se derriten él sigue entero. Sólo entonces es superior. En una contrarreloj de 40 minutos, donde la diferencia la marca la potencia, siempre está perdido.

Aún hay un motivo para la esperanza, un hueco para el ciclismo contra corriente y contra natura: el tiempo de Armstrong en la subida -37m 36s- se ha quedado un segundo corto. El récord de la ascensión aún lo tiene Marco Pantani, el escalador alado.

Armstrong, en los últimos metros de la contrarreloj de ayer.
Armstrong, en los últimos metros de la contrarreloj de ayer.REUTERS

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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