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Columna
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Congreso sin historia

De los congresos de los partidos se podría decir lo mismo que decía Leon Tolstoi de las familias, que las que son felices se parecen unas a otras, pero que las desgraciadas lo son cada una a su manera. Por eso, únicamente las segundas tienen interés para el novelista. Lo mismo ocurre con los congresos de los partidos. Los congresos felices, es decir, los no conflictivos, carecen de interés para el analista político o para el historiador. Únicamente los congresos desgraciados, en los que la competición interna por el poder, de manera abierta o soterrada, está presente, tienen interés.

El 10º Congreso del PSOE andaluz, que concluyó ayer en Granada, ha sido un congreso feliz en grado superlativo, siguiendo en esto la estela del 36º Congreso Federal de hace dos semanas. En ninguno de los dos ha habido la más mínima tensión. Ni en el fondo ni en la forma. Los episodios de los que se han hecho eco los medios de comunicación han sido tan minúsculos que no merece la pena siquiera detenerse en ellos. Que toda la tensión de un congreso se reduzca a si los miembros de la agrupación de Sevilla que entran en la ejecutiva regional son más o menos afines a José Caballos es buena prueba de ello.

Únicamente los congresos desgraciados, en los que la competición por el poder está presente, tienen interés.

El que haya sido así se explica por varios motivos. En primer lugar, por los resultados electorales de la doble consulta del 14-M, que ha dejado al PSOE en una posición políticamente privilegiada tanto en España como en Andalucía. Pero en segundo lugar y sobre todo, porque hacía mucho tiempo que el PSOE no se había encontrado en condiciones de hacer que su congreso fuera realmente un acto festivo. Ni siquiera cuando todavía ocupaba el Gobierno de la Nación y el de la Junta de Andalucía.

Desde 1989, cuando estalla el caso Juan Guerra y desde la infausta intervención de Alfonso Guerra en el Pleno del Congreso de los Diputados para dar una explicación del mismo, no ha habido ni un solo minuto de tranquilidad en el interior del PSOE, a pesar de que tendrían que pasar siete años para que perdiera el Gobierno de la nación y a pesar de que no lo perdería en Andalucía.

La proyección en el interior del partido del proceso extraordinariamente tenso a través del cual se materializó la salida de Alfonso Guerra del Gobierno convirtió a todos los congresos socialistas, federales, regionales o provinciales, en batallas campales. Batallas que, además, no podían concluir con la victoria de nadie, porque la agresión a la que el partido se veía sometido desde el exterior lo debilitaba tanto que cualquier dirección que saliera del congreso nacía con una debilidad extraordinaria. Perdían todos, los que ganaban y los que no ganaban. En consecuencia, el conflicto seguía vivo una vez concluido el congreso.

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Esta es la razón por la que los congresos socialistas desde el principio de los noventa han sido congresos tristes, desdichados. El horizonte de la pérdida del poder y de la dificultad de volver a recuperarlo una vez perdido es lo que ha dominado la celebración de todos ellos. De ahí que hayan sido congresos con enfrentamientos muy intensos. Pues en un partido la conflictividad interna es directamente proporcional a su alejamiento del poder. Y a la inversa.

En esta prolongada historia de congresos desdichados es donde hay que encontrar la explicación del ambiente extraordinariamente relajado e incluso festivo que está reinando en los congresos de este año. No se trata solamente de la alegría por la recuperación de la confianza de los ciudadanos para dirigir políticamente el país, sino del alivio de haber escapado por los pelos de una situación que hubiera podido convertirse no ya en dificílmente manejable sino en imposible de manejar. Lo que José María Aznar dice en su último libro acerca de que no contemplaba ni un solo escenario en el que el PSOE pudiera recuperar el Gobierno de la nación no estaba lejos de lo que rondaba por la mente de muchos socialistas. Buena parte de los socialistas se habían instalado en la derrota. Se había impuesto en el interior del partido socialista una suerte de resignación, que dificultaba que pudiera competir adecuadamente con el PP para poder derrotarlo. Quebrar ese espíritu de resignación ha sido tal vez el mayor de los méritos de José Luis Rodríguez Zapatero. Su optimismo, su confianza en la victoria, incluso en las circunstancias más adversas, léase pérdida de la Comunidad de Madrid por la traición de Tamayo y Saéz, han sido de las cosas políticamente más llamativas que se han producido desde la transición. Ningún dirigente político en circunstancias tan adversas ha sido capaz de motivar a los militantes de su partido hasta convencerlos de que la victoria es posible. La depresión por la que pasó el PSOE tras la derrota de 1979, que se expresó en el Congreso del "marxismo", que estuvo a punto de acabar con el liderazgo de Felipe González, se superó, por decirlo de alguna manera, desde fuera, como consecuencia del 28-F y del desmoronamiento de UCD. La falta de confianza de José María Aznar en poder derrotar a Felipe González le llevó incluso a ofrecer a Jordi Pujol que encabezara la representación de todo el centro derecha español. Tuvo que ponerse en marcha todo lo que se puso en marcha entre 1993 y 1996 para que José María Aznar pudiera llegar a la presidencia del Gobierno.

Este optimismo del actual secretario general del PSOE es el que ha acabado contagiando a todo el partido, que además necesitaba darse un homenaje a sí mismo después de tanto sufrimiento acumulado durante los últimos quince años. Eso es lo que ocurrió hace quince días en Madrid y es lo que ha ocurrido esta semana en Granada. Congresos felices en grado superlativo y, justamente por eso, congresos sin historia.

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