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Columna
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Palabra

Escuchando la pasada noche las poesías de Neruda en las voces de sus intérpretes retomé el prólogo de Benedetti de una edición de bolsillo de Los versos del Capitán donde afirma que la poesía de Neruda es, antes que nada, palabra. Perdida la vida, pasado el tiempo, nos queda su palabra. Pocas obras se han escrito con un lujo verbal tan asombroso como las dos primeras Residencias o como algunos pasajes del Canto General, que tantos himnos populares han inspirado y entre ellos la célebre Cantata de Mikis Theodorakis.

Pero son los versos del capitán sobre temas de amor, se dice, sus poemas más espontáneos y diáfanos, debido, en gran parte, al anonimato que rodeó a su primera aparición. Si en Veinte poemas de amor y una canción desesperada, el protagonista era sobre todo la metáfora y el amor estaba al servicio de la imagen, en Los versos del Capitán la imagen está al servicio del amor.

Del amor sentido por Matilde Urrutia, también como él del sur chileno, tierra de cerámica artesana conmovida por los terremotos, donde no hay seguridad permanente pero tampoco dureza sin límites. Allí Neftalí Ricardo Reyes, cuyo centenario del nacimiento ahora reconocemos como Pablo Neruda, le dedicó sus emocionados versos.

Matilde Urrutia fue la tercera mujer de Neruda. Tras la esposa holandesa de quien se enamoró durante su estancia en extremo oriente y la pintora argentina de quien lo hizo en Madrid, de donde salió a través de Valencia tras perder con la República la Guerra Civil y adonde no regresaría tras muchos años de ausencia voluntaria haciéndose fotografiar en Barcelona ya en los años setenta al lado de Gabriel García Márquez, Matilde fue su amor final.

Cuando Antonio Skármeta se hospedó en isla Negra pretendiendo que Pablo Neruda le dedicara unas líneas, como traslada al protagonista de su conocida novela Ardiente paciencia, más conocida por El cartero de Neruda, éste le confesó con una amabilidad que reconoce Skármeta no merecía la impertinencia de sus preguntas, que Matilde fue el gran amor de su vida y que no sentía entusiasmo ni interés por recordar su azaroso pasado. Antonio Skármeta dedicó a Matilde Urrutia, inspiradora de Neruda y a través de él de sus humildes plagiarios, su novela.

Volviendo a Benedetti, éste parafrasea un conocido libro de la época y afirma en unos textos poéticos referidos al amor, las mujeres y la vida que el amor es la compensación de la muerte. Pero mientras el amor breve, asegura el poeta uruguayo, siempre guarda, o esconde -disimula semiadioses que anuncian la invasión del olvido- el largo amor, no tiene cismas ni soluciones de continuidad, más bien continuidad de soluciones. El amor, siempre, es un todo al borde de la nada. Una zozobra, pero también una esperanza. Una utopía en ocasiones realizable. Es en el amor, apostilla Neruda, donde vibra la vida, en la simple historia entre dos seres, parecidos a todos otros.

Pablo, quien un día tomó prestado el apellido literario de su admirado poeta checo Neruda, no se rindió, como tampoco su palabra que permanece viva en nuestra memoria, y falleció dos semanas más tarde del golpe de estado del dictador Pinochet, en septiembre de 1973, estando acompañado hasta el final por Matilde, de lo que también por estas fechas hace poco más de 30 años.

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