El arte que nos cura
De todos los poetas norteamericanos posteriores a los grandes modernistas -Eliot, Pound, Stevens, Williams, Monroe-, probablemente el más influyente durante décadas fue Robert Lowell (1917-1977), especialmente después de la aparición de su tercer libro, Life Studies (1959). Contemporáneo de Elisabeth Bishop, John Berryman o Theodore Roethke -a los que eclipsó con su rutilante celebridad-, abrió el camino a poetas como Anne Sexton o Sylvia Plath -a las que deslumbrócon su poesía y su personalidad- y llegó con su aura desordenada y trágica a poetas del renombre de Seamus Heaney o Derek Walcott, quienes le han recordado admirativamente en algunos de sus libros. Después de muerto, sin embargo, su estrella decayó como consecuencia de la emergencia y triunfo de -entre otras corrientes- la llamada language poetry, una variante posmoderna del relativismo que considera secundario que la poesía sea un medio de expresión de lo humano singularizado en una personalidad particularmente dotada para percibir el mundo en toda su complejidad. Pero, descontados esos avatares que traen y llevan caprichosamente a unos y a otros, lo cierto es que Robert Lowell, con baches a veces alarmantes y desconcertantes, es un poeta sólido y muy atractivo.
DÍA A DÍA
Robert Lowell
Traducción de L. Javier Moreno
Losada. Madrid, 2004
275 páginas. 16 euros
Empezó escribiendo una poesía muy influida por sus lecturas de los poetas ingleses del XVII -Donne, Marvell, Herbert- y se acercó con su ayuda a la exploración de sus emociones religiosas, marcadas por su rebelde catolicismo (quiso así alejarse de su tribu familiar, bostoniana y protestante). En esa poesía rigurosa y formalista se veía también con claridad el tributo a sus profesores, los poetas y críticos integrantes del llamado New Criticism, a cuyas teorías y prácticas poéticas siguió de cerca en sus dos primeros libros (The Land of Unlikeness, 1944, y Lord Weary's Castle, 1946). Pero fue el citado Life Studies el que supuso un giro importante en la poesía de Lowell y el que a la postre le garantizó la reputación de la que hablábamos. Con él Lowell rompió consigo mismo, dejó sus tribulaciones religiosas y su fe católica y se sumergió de lleno en los fondos de su atormentada personalidad y existencia, marcada por sus continuas crisis, internamientos en centros psiquiátricos y masivas medicaciones. Un estilo más desenvuelto, menos atornillado por las constricciones formales y menos obediente a la idea de que la poesía debe distanciarse de la fuente biográfica que la sustenta (dogma eliotiano que aprendió de sus maestros). Verso libre, inmersión en la vida propia, relato frontal de los desórdenes de todo tipo que jalonaban su existencia: así empezó a ser con este libro la poesía de Lowell, y así fue para siempre, hasta su último libro, este excelente Día a día que se publica ahora.
Apareció en 1977, el mismo
año de su muerte y es sin duda un libro tocado por el aura de la despedida, como si intuitivamente su autor conociera su fin próximo y hubiera decidido hacer el recuento que precede a todos los adioses definitivos. Lowell, residente en Inglaterra después de casarse con su última mujer, la inglesa Caroline Blackwood, construye con este libro tenso y crepuscular una especie de recapitulación que equivale sin duda a una autobiografía indisimulada en la que sobresalen los rasgos más conspicuos de su poesía. La confesionalidad que la caracteriza no crea distancias ostensibles entre el hombre que vive y el poeta que crea, de tal modo que distintos episodios permiten recrear una biografía jalonada por sentimientos entremezclados, a veces netamente felices -el hijo, el amor, ciertas emociones unitivas con el entorno-, y con más frecuencia afectados por una suerte de descreimiento y aun de cinismo cuando no de abierto ajuste de cuentas descarnado y descorazonador (y aquí se alza superlativamente demoledor el poema titulado Hijo no deseado, abrupta requisitoria contra su propia madre). Una especie de deseo de volver a lugares y a personas significativos -Boston sobre todos, algunos amigos, el padre (casi perdonado), la madre (fatalmente detestada), las distintas esposas (¿por fin amadas?)- convierte a este libro en un ejercicio esencialmente de memoria a veces indulgente y otras amargo, cuyo contrapunto es la instantaneidad feliz que a veces refulge con lirismo certero en estos poemas.
El estilo de Lowell se apoya
en dos cualidades que ostenta con maestría -y que la traducción revela en general acertadamente, a pesar de ciertos abusos parafrásticos-: por un lado, la capacidad de penetrar en la intimidad para devolver una imagen compleja de la existencia, especialmente en su vertiente interhumana pero sin desdeñar los escenarios -casas, árboles, calles, luces, flores- reinterpretados como sólo lo hacen los poetas verdaderamente dotados. Por otro, cierto desparpajo coloquializante tamizado por un lenguaje rico que roza la ingeniosidad pero que la domeña a base de pertinencia y exigencia auténtica, de tal modo que el brillo imaginativo no se agota en sí mismo sino que revela algo sustancial de las emociones humanas. Por este lado, Lowell hace pensar constantemente en Donne, uno de sus maestros de juventud, al que no abandonó nunca, y a veces también en Auden, aunque en Lowell los dramas poéticos tienen un tinte de veracidad y desgarro muy superiores a los del poeta inglés de los últimos años (pasemos ahora por alto su antipatía mutua, los insultos de Auden, los sarcasmos de Lowell). Y es justamente esa impresión constante de autenticidad, revelada por un lenguaje nunca vulgarmente denotativo, la que sitúa a este libro más allá de cualquier etiqueta que quisiera empobrecerlo.
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