Los sabuesos olvidados
CUANDO REPASÉ la lista de libros de misterio que este periódico ha venido ofreciendo en las últimas semanas, sentí una punzada de nostalgia. Salvo un par de ellos, cuyo título no confesaré, ya me los conozco todos: ¡ah, maldita sea, no poder descubrirlos como gratísimas novedades! El peor castigo de quienes hemos leído mucho es que para nosotros hay mucho que ya no podemos leer por primera vez. Después, para consolarme, me dediqué a rememorar las obras de viejos maestros que han caído en el olvido pero que son tan dignas de figurar en cualquier colección del género como las excelentes aquí seleccionadas.
Aclaro que mis predilectas son las novelas de auténtico misterio, las que plantean un caso enigmático en el que hay que averiguar quién es el culpable y cómo se las arregló para cometer el delito, no las denuncias de la violenta sociedad en que vivimos o los análisis posdostoievskianos de las variedades de sordidez psicológica que enriquecen la celebrada diversidad humana. Puede que estas "novelas-problema" resulten demasiado artificiosas y cerebrales para algunos paladares. Pero también el rigor y la exactitud pueden ser formas de voluptuosidad: además, combinan bien con las manifestaciones menos estruendosas del sentido del humor. En nuestra lengua no se han prodigado demasiado este tipo de relatos, aunque recientemente Los crímenes de Oxford, del argentino Guillermo Martínez (Planeta), constituya una muy competente y lograda aportación al género.
Sin duda debemos a algunas temibles señoras -temibles por su imaginación, bajo la apariencia plácida y confortable- narraciones de charadas criminales especialmente entretenidas, minuciosas y bien construidas. Por supuesto Agatha Christie ayer y P. D. James en nuestros días son nombres de todos conocidos. Pero me parece injusto que vegete en un (relativo) olvido Dorothy L. Sayers, que fue también traductora de Dante y un ingenio juntamente mordaz y delicado, delicioso de leer. Creo que hay una reedición reciente en castellano de Los nueve sastres, novela que una vez escuché celebrar a Sánchez Ferlosio como la menos tramposa de su tipo (es decir, que brinda realmente al lector todos los indicios y datos que pueden llevarle a resolver por sí mismo el misterio que plantea). Por cierto, en Los nueve sastres el lector oye campanas pero lo importante no es dónde sino cuándo suenan... Mucho menos recordada todavía está Ngaio Marsh, impronunciable y principesca neozelandesa muy aficionada al teatro y cuyas tramas suelen ambientarse casi siempre entre las bambalinas de alguno. Inventó al inspector Roderick Alleyn, que comparte bastantes rasgos con aquel lord Peter Wimsey que protagoniza los relatos de Dorothy Sayers. Ambos son jóvenes, guapos, de buena familia, irónicos y admirados hasta el embeleso por quienes les frecuentan. Es imposible no imaginar que las escritoras estaban un poco enamoradas de ellos o que los imaginaron para poder enamorarse mejor, lo que en cambio es difícil sospechar que le ocurrió a Agatha Christie con su maniático, petulante y entrañable Hércules Poirot.
Pero a mi juicio las novelas de intriga más puras y construidas con mayor perfección se las debemos al irlandés Freeman Willis Crofts, que las escribió a comienzos del pasado siglo. En ellas no hay supercriminales ni superdetectives (su protagonista habitual, el inspector French, es tan normal que no parece humano), sólo casos enigmáticos de coartadas inatacables que se desvanecen, horarios de trenes que llegan y parten tan obsesivos como espectros o inventarios de almacén que encierran en su monotonía secretos terribles. Todo es exacto y nada resulta altisonante: Crofts fue antes de dedicarse a la literatura ingeniero en jefe de los ferrocarriles británicos y eso imprime carácter. Sus relatos pintorescos a fuerza de renunciar a lo pintoresco y narrados en una suerte de sobrio y lúcido sonambulismo (es algo así como el Robert Walser de la novela policiaca) merecieron la más alta consideración por parte de un autor nada dado al elogio y situado en los antípodas de su temática: Raymond Chandler.
Me temo que no encontrarán ustedes en nuestras librerías El tonel, La tela de araña ni ninguna otra obra de Freeman Willis Crofts. ¿A qué se debe tan radical desconocimiento de alguien celebrado en su día por sus pares como el mejor de todos? Permítanme que les aclare este pequeño misterio. En los relatos de crímenes que hoy más venden lo importante es la magnitud cuantitativa de la matanza, no la habilidad artesana del criminal. El lector no se conforma con menos de un serial killer, aunque prefiere si es posible la secta satánica. Todo adobado con grandes citas y personajes ilustres de la cultura de enciclopedia: no sabía Umberto Eco la maldición que iba a traer sobre nuestras cabezas con su estupenda El nombre de la rosa. Uno de los rasgos inequívocos de vulgaridad intelectual es el arrobo ante lo confuso y el rechazo de lo complejo. Por eso triunfa universalmente El código Da Vinci y nadie se acuerda ya de Freeman Willis Crofts. "Et voilà!", como diría el viejo Poirot...
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