Sopa de cuentos
Cuando Juan Forn publicó Buenos Aires, antología del cuento argentino (Anagrama, 1992), podía apostar sobre seguro: casi ninguno de los nombres más significativos tenían obra publicada en España. Ahí estaban Ricardo Piglia, Fogwill, César Aira. Entre los más jóvenes, Forn, que se seleccionó a sí mismo, Fresán (el único de aquella muestra que reaparece en la que ahora comentamos), Alan Pauls. Muchos de aquellos autores son hoy muy conocidos para el lector peninsular, de modo que en Cuentos argentinos Eduardo Hojman decide no buscar en la centralidad del sistema sino en sus diversas órbitas. El libro reúne a dieciocho autores de desigual trayectoria, de disímil repercusión y de distintas edades, de Lázaro Covadlo (1937) a Patricio Pron (1975).
CUENTOS ARGENTINOS (UNA ANTOLOGÍA)
Selección y prólogo de
Eduardo Hojman
Siruela. Madrid, 2004
297 páginas. 17,5 euros
Para justificar estas oscila-
ciones escribe el responsable: "Ésta es una selección arbitraria, basada en gustos personales y en cercanías temporales y geográficas". Pero los "gustos personales" tienen derecho a saltar del ámbito privado a la esfera de la crítica pública cuando se ejercen desde un sistema, una escuela o, en casos especiales, un sitial reconocible de escritor, de ensayista o de creador. Ninguno de esos casos se verifica en este volumen. No rige tampoco un aglutinante genérico: hay cuentos fantásticos, como El rizo, de Hugo Correo Luna, cuya adjetivación insólita recuerda los relatos de Marcelo Cohen, y que es un chiste sobre las relaciones de un hombre de apellido japonés y un pato que dura más de cuarenta páginas. No te conozco, de Covadlo, ambientado en Barcelona, es una alegoría del encuentro con la muerte, con una prosa rutinaria, en la que el trabajo de una prostituta resulta "amor mercenario". En otros casos lo fantástico cede ante búsquedas diversas, como en Rocanrol, del también excelente poeta Osvaldo Aguirre (1964); en esta intensa pieza realista, agitada por la cocaína que trafican sus personajes, aflora una veta intermitente de la literatura argentina, visible en los últimos años: la del esfuerzo por llevar al verso o a la narración el registro coloquial rioplatense, que cada generación renueva. Volver, de Eduardo Berti, retoma, con el guiño tanguero que su título anuncia, otro tema clásico: el de la crisis de identidad del argentino en el extranjero. Y, en un deliberado cortocircuito de estéticas inconciliables, que es en sí mismo un emblema de esta antología, Fontanarrosa (1944) exhibe su destreza para el costumbrismo, exaltado esta vez por paródicos destellos de ciencia-ficción.
Hay además treinta páginas que justifican el libro por sí solas: Oldsmobile 1962, de Ana Basualdo (1945), sorprendente escena de iniciación, más que a la literatura al carácter huidizo de su estímulo. Es el cuento que daba título al extraordinario libro que esta periodista y escritora radicada en Barcelona publicó en esta ciudad en 1985 y reeditó, revisado y ampliado, en Buenos Aires en 1994. Y Filial (1994), de Elvio Gandolfo (1947), uno de los más importantes cuentistas de los últimos treinta años: memorable cuadro autobiográfico cuyo verdadero protagonista es el padre, conocido imprentero y secreto maestro de toda una generación de poetas. El cuento reconstruye la escena en la que surgió El Lagrimal Trifurca, revista literaria que padre e hijo publicaron en Rosario entre 1968 y 1976, y que hoy es objeto de estudio y veneración. Más allá de su mito de origen Gandolfo, más allá de su nostálgica mirada Basualdo, en estos relatos se plasma la esencia misma del cuento tal como se cristalizó, sublime, en ambas Américas: una inquieta y exigente colección de modelos formales, una fusión de lo intemporal en el cáliz de la modernidad.
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