_
_
_
_
A pie de obra | TEATRO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Todo esto pasará

Marcos Ordóñez

Uno. Dulce pájaro de juventud es una obra estupenda. La volví a ver en Londres hará unos años, con la gran Clare Higgins, y seguía teniendo su pico, sus garras y, sobre todo, sus alas. Frank Castorf, uno de los portaestandartes de la "nueva escena alemana", ha decidido hacer "algo" sobre Dulce pájaro. Uno entiende que ante cualquier texto un director tiene tres opciones: a) ponerlo en escena, si le gusta, b) elegir otro, si no le gusta o, c) escribir, si tiene narices, su propia pieza. Castorf, como tantos compañeros de viaje de la submodernidad, tira por la calle de en medio: hacer algo "en torno a", "sobre" o "a partir de". Tomar el texto original, podarlo, estrujarlo, deconstruirlo o, como se dice ahora, "subvertirlo". En definitiva, echarle la firma, aplastarlo con la firma del dire. Lo importante, pues, no es Tennessee sino Castorf, faltaría más. Forever Young, que así se llama ese algo, ha pasado por el Nacional de Barcelona, dentro de la programación Grec/Fórum. Aguanté una hora y pico. No me fui: me echó el montaje. Hay gente que se escandaliza cuando digo estas cosas, como si no fuera otra forma de crítica: desamor con desamor se paga. ¿No tienen ustedes bastante, muchas veces, con cien páginas de un libro para decidir que no les interesa? Cien páginas es una medida bastante apreciable para detectar procedimientos. Y una hora, de un espectáculo de tres, es para mí un porcentaje similar. De hecho, fue una hora que a mí me duró tres, así que estoy cumplido: me parecía estar viendo un sketch de Benny Hill a cámara lenta. Me dijeron, sin embargo, que los veinte últimos minutos de Forever Young eran fantásticos. ¡Lástima grande que no los hubieran puesto al principio! O al final de la primera parte, para engancharle a uno.

A propósito de Forever Young, de Frank Castorf, en el Nacional de Barcelona

Voy a explicarles por qué me largué de Forever Young. De entrada, el neotexto de Castorf no me sedujo lo más mínimo. En el espectáculo se mantiene, vagamente, la trama y algunos fragmentos del original, como islotes flotando en un agua encharcada. Alexandra del Lago (Kathrin Angerer) no es una gran actriz en decadencia sino una lolita permanentemente histérica, y Chance Wayne (Martin Wittke) un chulopiscinas germánico con problemas de alopecia, encerrados en el bungalow de un hotel tropical. No pasa nada: mucho parloteo insustancial, mucho grito, mucha exasperación, y mucho marear la perdiz. De cuando en cuando, para trufar la mortadela, una cita de Eliot en el teleprompter, que siempre queda fino. Para el señor Castorf, Chance y Alexandra no son seres humanos, de carne y de sangre, como los dibujó Tennessee, sino -eso dijo en una entrevista- dos "personajes mediocres", dos monigotes a su servicio. Y, francamente, cuesta lo suyo mantenerte interesado en una función de monigotes, por mucho que los actores se esfuercen.

Dos. Pero lo peor es la gran "figura de estilo" de Castorf: una pantallaza donde vemos, en primerísimos planos, lo que sucede en escena. O lo que sucede cuando los protagonistas se van a la habitación vecina. O lo que sucede en la piscinita cuando meten los pies, porque la cámara es subacuática. O lo que sucede en el arco superciliar izquierdo de la cara de Chance cuando chilla. Y aún tuvimos suerte, porque en Cocaina, su deconstrucción/ subversión de la novela de Pitigrilli, en vez de pantallaza hay una pantallita del tamaño de un televisor. Los motivos del asunto tampoco están claros. Posibilidad uno: el omnisciente Gran Hermano que a todos nos controla, etcétera. Posibilidad dos: resaltar (me dijeron) el "trabajo gestual" del actor. Ver (me dijeron) "lo que no se suele ver en teatro". Caramba (me dije) ¿y por qué el señor Castorf no hace cine directamente, que resalta una barbaridad el trabajo gestual del actor? Álex Rigola, que es un director alemanísimo, utilizaba en su Santa Juana, de la que les hablé la semana pasada, un pedazo de pantallón. Pero en su montaje (en el fondo muy respetuoso con el original de Brecht) "pasaban" muchas cosas: en el pantallón y debajo del pantallón. Había mucho donde mirar. La pantalla del señor Castorf no sólo inventa la sopa de ajo. Es puñeteramente totalitaria: te dice dónde has de mirar. Quizá porque abajo -y alrededor- haya tan poco que ver.

Tres. Me fui de Forever Young porque no estaba sintiendo nada, y cuando eso sucede no estás en el teatro sino en un "acontecimiento cultural", algo que "hay que ver" para luego poder hablar de ello. Yo no voy al teatro para eso. Yo voy al teatro para que me abran ventanas y no para que me impongan pantallas. ¿Mis conclusiones, señoría? Negociado de directores alemanes: Christopher Marthaler es un artista. Thomas Ostermeier es un artista. Tengo serias dudas de que Castorf lo sea. De momento ha patentado una forma, aunque (axioma uno) todos los directores que patentan una forma acaban siendo devorados por ella. Durante un tiempo les va de fábula en los festivales internacionales, pero eso dura hasta que aparece alguien más joven con una forma nueva. O, simplemente, distinta. Axioma dos: el que te hace volar es un artista, el que te ata (y se ata) a una forma no lo es.

(Y ahora que nadie nos oye ¿sabe qué pienso, señoría? Que todo esto pasará. Todo este desprecio profundo al autor, toda esta dictadura del director, toda esta carísima parafernalia, todo este ruido: torres más altas cayeron. A mí me enseñaron, y buena enseñanza fue ésa, que en el teatro los reyes eran el autor y el actor. Sin deconstrucciones y sin pantallas. Era un invento estupendo, una máquina perfecta para hacer volar la imaginación. Lo de las dos mantas y la pasión, ya sabe. Gloucester al borde del precipicio inexistente; Lepage haciéndonos ver una calle de Montreal con tres cajas de zapatos. Un teatro en el que los personajes no sean monigotes, y donde no haga maldita falta ver un tic en el ojo del intérprete para darnos cuenta de que está sufriendo o gozando, porque tiene todo su cuerpo, toda su voz y todo su texto para contárnoslo. Entre paréntesis se lo digo, señoría).

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_