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Reportaje:

El arte de coleccionar coleccionistas

La exposición inaugural tiene título -L'intime, le collectionneur derrière la porte- y sirve tanto para descubrirnos 16 colecciones particulares de arte contemporáneo como para la presentación en sociedad de la Maison Rouge, la fundación recién puesta en marcha en París, al lado de la plaza de la Bastilla, por Antoine de Galbert, 48 años, heredero del imperio Carrefour. Las 16 colecciones son mostradas tal y como existen en los domicilios particulares de sus misteriosos propietarios. "El coleccionista posee todo menos su colección, que es poseído por ella", dice el psicoanalista y comisario de la exposición Gérard Wajcman.

En los más de dos mil metros cuadrados de la flamante fundación -"entre sus fondos propios, los que aportan algunos patrocinadores y los que generará su propia actividad, la Maison Rouge dispondrá de un millón de euros anuales", explica De Galbert- se han construido 16 cubículos que acogen recibidores, salones, despachos, comedores, baños, buhardillas o dormitorios para reproducir la lógica personal de cada coleccionista. "Ellos saben lo que desean. Por eso se les trata de locos", asegura riéndose Paula Aisemberg, la directora de la fundación.

"La exposición intenta responder a la pregunta ¿qué hacen las obras de arte durante la noche?", dice Wajcman, comisario y psicoanalista

El dormitorio es inquietante. La cama, concebida por Julia Scher, tiene monitores y cámaras en las esquinas y uno no sabe si vigilan a los humanos o a los espíritus que les rodean, no en vano los muros están cubiertos de obras de Gina Pane, Hermann Nitsch, Tetsumi Kudo, Adriana Varejão o anónimos primitivos que rinden culto a la fertilidad y a la muerte.

En la buhardilla, las obsesiones no son de otro orden: cráneos de todo tipo, cabezas jibarizadas o símbolos fálicos procedentes de Oceanía, África o América Latina rinden culto "a la muerte y a la irrisión. No hay otra cosa", dice De Galbert en un arrebato filosófico. El recibidor, unos modestos 20 metros cuadrados, acoge 70 obras que tapizan sus muros. Es la única colección -parcial- de la que no se oculta la identidad del propietario -el propio creador de la fundación- que dice no sentirse demasiado cómodo dejando ver su collage de Schwitters, los libros cocinados de Dense Aubertin, las fotografías de Mario Giacomelli, un robot de ojos picarones ideado por Nicolas Darrot o los trazos misteriosos de Henri Michaux. "No quiero que parezca que la Maison Rouge es un mausoleo erigido para satisfacer mi vanidad", dice el coleccionista.

El vestíbulo italianizante está presidido por unas incómodas palomas disecadas de Pistoletto. La escalera que se supone conduce a una planta superior es estrecha y las grandes telas de Rebeyrolles hacen casi imposible el tránsito. En el comedor la cerámica erótica coexiste con la frialdad de un mobiliario concebido por grandes diseñadores. Los váteres parecen distintos modelos de "coleccionista": el que se sirve de un humor distanciado respecto al lugar y cuelga de las paredes fotografías de distintos depósitos de agua, el que prefiere remitirse de manera irónica a nuestros ritos y acumula junto al váter y el lavabo toda una panoplia de objetos y pinturas religiosas, o el que relaciona de manera directa sexo y escatología.

La coexistencia directa con la obra de arte puede plantear problemas. Por ejemplo, ¿cómo trabajar en el despacho teniendo al lado un vídeo de Bill Viola que es el rostro de una moderna Virgen Dolorosa? Gérard Wajcman dice que "la exposición intenta responder a la pregunta ¿qué hacen las obras de arte durante la noche?". Para Wajcman está claro que no se duerme o hace impunemente el amor delante de ciertas obras. Para Aisemberg "el coleccionista disfruta de lo que tiene. En los museos no hay placer, en casa del coleccionista sí". En la fundación ese placer no está reñido con la seriedad: el centro dispone de una excelente biblioteca especializada y de una librería anexa. Su plan de vida consiste en organizar cuatro exposiciones al año, dos de colecciones privadas y dos de un artista, al tiempo que se quiere invitar, regularmente, a creadores actuales a intervenir regularmente en el patio, un espacio central, al aire libre, que da luz natural a todo el conjunto.

La idea de que nada mejor para comprender el arte contemporáneo que el famoso white cube, es decir, una construcción lo más neutra posible, queda pulverizada en la Maison Rouge. Aquí las obras aparecen en una fase previa a su sacralización, escapadas del taller del artista pero ajenas aún a la "objetivización" de su valor por la institución museística. Viven en el reino del gusto personal, en el limbo de la arbitrariedad con nombre y apellidos. "Las obras no sólo habitan con el coleccionista sino que habitan en él, se amparan en él", dice Wajcman. Y De Galbert lo confirma al recordar que "cuando llego a una feria de arte contemporáneo soy como Simenon en el burdel". Ya lo saben, insaciable.

La presentación de la Maison Rouge hace buena la fórmula de Rober Fillou por la que "el arte es aquello que hace la vida más interesante que el arte". Aquí puede que aprendamos menos sobre arte que sobre nosotros mismos, nuestras pulsiones de mirón, de necesidad de secreto y de exhibicionismo a un tiempo, de misterio y de revelación. Cada una de las colecciones es una historia, una mirada, una sensibilidad y un azar. Es posible trazar una explicación del conjunto pero siempre queda algo irreductible a la deducción, que hace personal lo que pudiera ser una mera operación de inversionista. Y es ese algo inexplicable que hace que la propuesta de la Maison Rouge valga la pena.

El salón, con sillas como las de Mies van der Rhoe, a la izquierda.
El salón, con sillas como las de Mies van der Rhoe, a la izquierda.
Vestíbulo de la Maison Rouge, con obras como las palomas disecadas de Pistoletto.
Vestíbulo de la Maison Rouge, con obras como las palomas disecadas de Pistoletto.

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