Ruido innecesario
Vuelvo a casa el 9 de julio después de una estancia en el extranjero y me encuentro, a las once de la noche, con que todo el barrio está sacudido por una música ensordecedora proveniente de algún punto indeterminado del parque que hay frente a mi domicilio. Llamo a la policía, que me informa de que ya ha recibido otras quejas y que la patrulla está sobre aviso.
Una hora más tarde, el estrépito no ha cesado, y mi malestar se transforma en indignación. Vuelvo a telefonear a la Policía Municipal, que me dice que hay múltiples focos de ruido por todo San Cugat y municipios pedáneos, y que las patrullas están desbordadas. A la una de la madrugada, mecido aún por los exquisitos acordes de David Bisbal, la pelvis hispánica, y La Bomba, entre otros ejemplos de cretinismo melódico, llamo por tercera vez a los garantes del orden. Entonces me comunican, para mi pasmo, que el estruendo procede de una guardería local, a la que la responsable municipal ha concedido permiso para impedir dormir a los vecinos, con ocasión del extraordinario acontecimiento de que el curso ha terminado.
Se trata, pues, de un nuevo ejemplo de la beocia costumbre hispana que consiste en creer que, para divertirse, hay que hacer ruido. El Ayuntamiento de Sant Cugat, financiado con los onerosísimos impuestos que pagamos sus residentes, no garantiza nuestro derecho al descanso, sino que prefiere promover actividades molestas e innecesarias, que atentan contra nuestra intimidad y nuestra salud. ¿Sería mucho pedir un poco de respeto? ¿Sería descabellado imaginar diversiones a escala humana: sin zarabanda, razonables? ¿Sería posible que los españoles -fumadores, tenedores de perros, amantes del rock- entendiéramos por fin que nuestros gustos no pueden invadir el espacio privado de los demás?
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