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La democracia musulmana

El futuro de la liberalización y la estabilidad de Afganistán e Irak es dudoso. Pero los actuales procesos políticos de Indonesia y Turquía muestran que no hay nada esencial que haga incompatibles la democracia y el islam. La tentación de declarar tal incompatibilidad es, ciertamente, muy fuerte. No sólo la mayor parte de los países con una mayoría de ciudadanos de religión musulmana viven bajo regímenes autoritarios, sino que algo más de la mitad de los países no-democráticos son de mayoría musulmana. La llamada tercera ola de democratización en el mundo, iniciada hace treinta años en Portugal y que dio lugar a la creación del mayor número de regímenes democráticos existentes hasta hoy, parece que casi se detuvo hace siete u ocho años. Tras la Europa occidental, América del Norte y Japón en la primera y segunda ola siguieron, como es bien sabido, la Europa meridional y central, América Latina y Asia oriental, junto con algunos países en el sur de África. Pero el área musulmana, que abarca una cuarta parte de los países y de la población mundial, es -junto con China- la gran asignatura pendiente de la democratización.

Entre los aproximadamente cincuenta países con una mayoría de la población musulmana (el número exacto varía según las fuentes), situados sobre todo en el norte de África, el Próximo Oriente, Asia y la antigua Unión Soviética, sólo Albania, Benin, Malasia y Malí pueden considerarse democracias desde hace algún tiempo. El panorama no mejora si se distingue dentro del grupo de regímenes no-democráticos: hay muy pocos países musulmanes entre los que son habitualmente clasificados como parcialmente libres o entre las llamadas democracias electorales, como Bangladesh o Marruecos, pero hay bastantes entre lo peor de lo peor en cuanto a totalitarismo, como Arabia Saudita, Libia, Siria, Sudán y Turkmenistán (sólo comparables a Corea del Norte y Cuba en su pésimo marcador).

Sin embargo, el postulado de incompatibilidad entre la política democrática y la religión musulmana no es más sólido que el que negaba la capacidad democrática de los países mayoritariamente católicos hasta no hace muchas décadas. Los sucesivos fracasos de los intentos democráticos en los países de la Europa y la América Latina durante la mayor parte del siglo XX, incluida España, parecían una evidencia de la imposibilidad de que una religión monoteísta y redentora como el catolicismo pudiera aceptar como legítimos gobiernos que no siguieran su doctrina antimoderna. No deja de ser significativo que los terroristas y fanáticos islámicos de hoy todavía se refieran a los católicos como los cruzados, en simetría con su propio designio de guerra santa contra el infiel. De hecho, la Iglesia prohibió la participación de los católicos en las elecciones y los partidos políticos hasta 1931. Algunas experiencias locales de creación de partidos de inspiración católica que participaban en política bajo las reglas de una democracia liberal, como en Francia e Italia, sólo se difundieron en otros países en fecha tan reciente como el final de la Segunda Guerra Mundial. Pero no sólo la democracia cristiana se convirtió desde entonces en un componente muy importante de la política democrática en numerosos países, sino que la propia Iglesia católica acabó siendo un factor favorable a la democratización en otros, incluida la España antifranquista, América central o Polonia.

La pretensión del Gobierno de Bush de que también el Próximo Oriente y el Norte de África pueden democratizarse mediante la intervención exterior y la derrota militar de las dictaduras se inspira, desde luego, en el éxito de la democratización, tras la Segunda Guerra Mundial, de países con arraigadísimas culturas antidemocráticas, como Alemania y Japón. Por ahora, los éxitos en el mundo musulmán son mucho más limitados, pero, en términos comparativos, es aún muy pronto para hacer el saldo. De hecho, los regímenes más brutales del mundo musulmán no son gobiernos religiosos -con la sola excepción de Irán y los derrotados talibanes de Afganistán-, sino dictaduras militares, monarquías totalitarias o caudillismos personalistas que ocasionalmente usan la doctrina del islam en algunas de sus políticas, pero en general de un modo más bien oportunista. En este momento, Afganistán e Irak tienen por delante calendarios que incluyen elecciones en el plazo de unos meses; mientras las víctimas del conflicto entre palestinos e israelíes han disminuido notablemente en los últimos tiempos, la autoridad palestina se enfrenta cada vez más inevitablemente al desafío de gobernar con modos democráticos; las dictaduras de Arabia Saudita y Pakistán han empezado a perseguir a los grupos terroristas islamistas en sus propios territorios; la dictadura de Libia ha declarado unilateralmente la paz y la reconciliación con Occidente.

En los países en proceso más abierto de liberalización o democratización se están desarrollado partidos demócrata-musulmanes, comparables a los demócrata-cristianos de los últimos sesenta años, que compiten regularmente en las elecciones y, al parecer, tienden recientemente a respetar sus resultados. En Turquía, un Gobierno de inspiración musulmana está haciendo los mayores esfuerzos por cumplir las condiciones de democracia y respeto al Estado de derecho requeridas por la Unión Europea para su integración. En Indonesia, la existencia de varias candidaturas musulmanas ha permitido consumar el proceso de reforma política y elección de nuevos gobernantes iniciado hace cinco años con la quiebra de la longeva dictadura anterior. Si junto a estos dos grandes países contamos las minorías musulmanas que habitan en la India y otros países, quizá un tercio de los 1.500 millones de musulmanes del mundo viven ya bajo gobiernos elegidos democráticamente. Cabe incluso pensar que el islam puede tener alguna ventaja comparativa con respecto al catolicismo para adaptarse a formas de organización política en las que la confesión religiosa sea un asunto privado y la fuente de una opinión más en el debate social y la contienda política. Aparte de las siempre controvertidas interpretaciones de los textos doctrinales, la organización del clero musulmán es más descentralizada que la católica, sin que exista un papa con poder supremo de dogma y de designación y control de los jefes religiosos, lo cual podría facilitar el florecimiento de experiencias locales de adaptación y participación democrática.

Ha habido últimamente bastante confusión con respecto al

choque de civilizaciones supuestamente inevitable. Algunos han querido ver la intervención de los americanos y sus aliados en Afganistán e Irak como la encarnación viva del choque o incluso -desde la extrema derecha- como la búsqueda del mismo. Pero la perspectiva de una extensión de la democracia a los países con mayoría musulmana se basa precisamente en lo contrario: el supuesto de que ninguna religión es menos apta que otra para que los ciudadanos que la practican puedan vivir en paz y elegir a sus gobernantes por medio del voto. Son los que han argumentado -más bien desde la izquierda- que los países democráticos deberían desentenderse de la democratización del mundo musulmán los que más comparten, de hecho, la teoría etnicista y antiliberal del choque inevitable entre civilizaciones. A veces parece que, en el fondo, estarían de acuerdo con lo que me decía un judío americano opuesto a la guerra: "Mejor dejémoslos que se sigan matando entre ellos", quizá hasta la solución final.

Josep M. Colomer es profesor de Investigación en Ciencia Política en el CSIC y autor de Cómo votamos (Editorial Gedisa).

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