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Columna
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Tribunales

En el viejo periodismo madrileño había una sección fija bajo el título Crónica de Tribunales, que solía ser llevada por un redactor, no necesariamente experto en cuestiones forenses. La vida de la justicia ha sido casi soñolienta y he llegado a pensar que se la representa con una venda en los ojos, no por considerar que fuese ciega, sino para disimular que suele estar dormida. De vez en cuando resonaba el rataplán de un caso curioso que reclama la atención general y allí acudían, no sólo los titulares de aquella sección, sino, en ocasiones, plumas de alto copete que trasladaban al gran público lo que en las altas y frías salas se debatía. Hubo abogados de fama que concitaban a un público numeroso para degustar sus apasionadas intervenciones; severos fiscales que argumentaban la defensa de la sociedad con oratoria grandilocuente entre la ocasional expectación de los ciudadanos.

La Justicia -con mayúsculas- era sabedora de la importancia de las formas y sus representantes cuidaban con esmero la espectacularidad requerida: negras togas, camisa blanca, corbata de luto, pasamanería en las bocamangas y ojo avizor para que nadie sacase los pies del tiesto. Nada de comentarios, rumores ni fotografías, lo que dio trabajo a los pintores y dibujantes que procuraban captar con el carboncillo las escenas culminantes del proceso. Actualmente, un juicio donde no acuda la televisión es algo que no se toma muy en serio. Una de las cosas que secretamente complacía a los presidentes era tocar la campanilla y amenazar con desalojar la sala. Los reos se sentaban en el banquillo, que era, justamente eso, un incómodo banco de madera, reluciente por el contacto con tanta posadera incriminada.

En los juicios de instancia superior aparecían tres o cinco magistrados, uno de los cuales, por lo menos, echaba una plácida siesta durante los alegatos de la defensa o del ministerio fiscal. Daba lo mismo, porque la mayor parte de las sentencias estaba prefigurada o respondía al criterio del ponente, que no solía encontrar oposición por el tácito convenio de encontrar correspondencia en trámites similares. "Hoy por ti, mañana por mí", debería campear en el frontispicio de los palacios de justicia.

El pulso en estrados es diferente, según los personajes que en él se mueven: los juzgadores, con la prosopopeya y familiaridad de quienes realizan una función cotidiana; los abogados, en busca de gloria, de cimentarla o salir del paso como se pudiera. Y el desdichado justiciable, tembloroso, sin poder discernir, por los signos externos, en qué rumbo se halla, en el que va incluida la oratoria forense, angustiado por la imposibilidad de descifrar el lenguaje con que se refieren a su pleito personal y si el resultado será favorable o adverso. He comparecido en varias ocasiones -durante el pasado- ante distintas jurisdicciones y siempre me ha dado la misma impresión que experimenta una persona normal cuando tiene la oportunidad de ver los toros desde el callejón. Al aproximarse el morlaco a las tablas le parece una locomotora inesquivable y terrorífica, símil aplicable a las señorías embozadas en los ropajes zaínos.

Madrid, como otras ciudades muy pobladas, era punto final para las carreras judiciales, al residir aquí el Tribunal Supremo y ser sus Audiencias Provinciales y Territoriales las que sustancian los pleitos de mayor importancia. Hoy vemos el desairado papel que desempeña el antaño más alto recurso y cómo sus sentencias son desatendidas, incluso en similares foros que debieran ser de menor categoría. Se ha perdido, al parecer, la sacralidad de las resoluciones y creo que en ello tiene algo que ver el abandono de las formas en los escalones más bajos. La imponente figura de los togados, el aire severo de los defensores, con ropón propio o alquilado, pero todos siempre de negro trajeados.

Algo parecido sucede con el papel que se reservaba la Iglesia en nuestro país. Ahora el señor cura es, simplemente, Felipe, Venancio o Federico, que se echa los hábitos talares sobre los vaqueros y la sudadera. Y así únicamente la fe de primerísima calidad sobrevive. Lo otro puede naufragar si se tiene poca maña jugando al mus o a la garrafina. Es precisa una reforma de la justicia, faltan jueces, medios materiales, ordenadores, fechas hábiles, una letanía que los ciudadanos oímos cada cuatro años y que, como tanta otra cosa, parece tener difícil remedio. Y la coartada viene repetida por el inacabable eco: dinero, dinero, como si sobrara lo demás.

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