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Columna
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Madrid, ciudad difícil

Vivimos en un mundo raro y estrafalario. Para comprobarlo sólo tenemos que echarnos un vistazo en el espejo y observarnos con cierta objetividad, por ejemplo, como si nunca hubiéramos visto orejas, estos pequeños repollos a los lados de la cabeza llenos de recovecos difíciles de limpiar y de controlar porque por ellos entra todo tipo de ruidos, desde las desafortunadas declaraciones de Aznar achacando el triunfo socialista a los atentados del 11-M, y sintiéndose por ello más víctima que las auténticas y trágicas víctimas, hasta un eructo o el trino de los pájaros. Lamentablemente, no las podemos cerrar a voluntad como los ojos; en todo caso, nos las tapamos con las manos o nos ponemos tapones de cera. Pero con los tapones corremos el riesgo de no oír la alarma si se produce un incendio, o de no enterarnos si nos insultan o si nos dicen que nos quieren. O sea, que hemos acostumbrado a las orejas a escucharlo todo por miedo a perdernos algo. Y hablamos por los codos y tan alto que a algunos habría que ponerles un silenciador en la garganta que se accionase espontáneamente en restaurantes donde el griterío es de tal calibre que de aperitivo tendrían que servir aspirinas. Y a otros, un esparadrapo en la boca, sobre todo en el cine.

No hay nada más insoportable que alguien que habla sin parar y que considera que todo lo que se le pasa por la frente merece ser oído por los demás. Me pregunto por qué de la misma forma que se han ideado unas compresas para la incontinencia urinaria no se idean otras para la verbal. Claro, que algunos a esta patología la llaman opinar. Opinar hasta quedarse sin saliva, y opinar hasta que el contrario se desmaye. Eso sí, sin llegar a contar nada que a una le abra los ojos.

Y hablando de ojos. Sabido es que el ojo humano tiene muchas limitaciones; de hecho, quien no lleva gafas lleva lentillas o ha sucumbido al láser. Y el que no tiene ningún defecto tampoco lo ve todo, a veces ni siquiera lo más elemental, lo que tiene ante las narices, pues se ve más con las ganas de ver que con una vista perfecta. Y además, seamos sinceros, en lo sensual los ojos tampoco suelen ser tan arrebatadores, expresivos y emocionantes como leemos en las novelas.

En cuanto a las extremidades, reparemos en que de las manos salen unos pequeños apéndices llamados dedos, a veces demasiado gordos, cuando tendrían que ser largos y estilizados para poder cambiar de canal de televisión sin tener que levantarse del asiento y sin necesidad de mando a distancia. También nos libraríamos del móvil si hablásemos a las frecuencias con que se comunican en grandes distancias delfines y ballenas. Y hablando de dedos, si los de las manos se quedan cortos, los de los pies sólo sirven para sujetar la tira de las chanclas. Por no mencionar los pies, que, si se miran bien, son unas bases insignificantes para sostener todo el peso, a veces bastante peso, y estatura del cuerpo. Por lo que resulta milagroso que no nos balanceemos sobre estas menudas plataformas mientras esperamos en la cola del cine o de la frutería.

Somos más imperfectos y limitados de lo que nos apetece reconocer y, aun así, construimos ciudades difíciles en que hay que levantar mucho la pierna para subir al autobús y donde, a veces, hay que salvar un buen trecho entre el bordillo del andén y el vagón del metro, instalaciones éstas, por cierto, con escaleras por doquier sin rampa; de hecho, pocas sillas de ruedas se ven por el metro. Somos tan supermanes que apenas hay lavabos públicos y lo tenemos que hacer en los bares o aguantarnos hasta llegar a casa.

Los coches están diseñados, sobre todo los de dos puertas, para seres flexibles como niños. Y en los edificios altos, que no te pille, cuando se vaya la luz, con un esguince o con artrosis. Amén de las casas sin ascensor que todavía existen en Madrid y que convierten a personas de baja o ninguna movilidad en prisioneros en sus propios pisos.

En Madrid se piensa poco en las personas con problemas, en los débiles, en los que no hay que contentar porque protestan poco (ancianos que no son como el padre de Julio Iglesias y tienen esposas tan ancianas como ellos; ciegos; sordos; parapléjicos; chicos necesitados de ayuda de por vida; cargas familiares y emocionales insuperables). En Madrid se piensa en magnos proyectos que inmortalicen a los políticos de turno y no en el día a día de quienes simplemente tienen derecho a una vida lo más normal posible. Se piensa más en la piedra y el acero que en la carne. A algunos políticos habría que ponerles un esparadrapo en la boca.

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