Mi balance
A un día del centenario de su nacimiento, en el sur de Chile, intento un balance personal de Pablo Neruda, el poeta y el ciudadano, pero, en primer plano, con evidente prioridad, el poeta, y lo hago, para comenzar, con dos pequeñas historias. Los centenarios, después de todo, en esta época de bombardeo informativo y de escasa reflexión, sirven para recordar episodios significativos, para interpretar, para fijar la atención un rato en un tema determinado, a pesar de las incitaciones y de la dispersión inevitable. En los años sesenta, en mi condición, entonces, de joven diplomático chileno, vivía en París con mi familia en un espacio bastante reducido. Era, además, un espacio dominado, en el muro principal, por un cuadro de formato grande que representaba maderas vistas desde una perspectiva muy cercana, con sus poros, sus vetas, sus estrías, sus aristas gastadas. No pretendo contar aquí la historia de ese cuadro y de su autor. Lo que sí me interesa es decir que Pablo Neruda, que regresaba cada año, a comienzos de la primavera, de Moscú, y que iba con relativa frecuencia a esa casa, se quedaba detenido frente al cuadro cuando entraba, durante un rato más o menos largo, pensativo, y después murmuraba en voz baja, para sí mismo: "¡Qué cuadro más bueno!", como si esa pintura removiera en él rincones oscuros de la memoria, asociaciones de ideas y de emociones no esperadas. Poros, vetas, círculos de dulzura, recitaba yo, entre risueño e impresionado por esa detención reflexiva, por ese paréntesis. Porque era, en cierto modo, una contradicción, el reverso de todo un conjunto de lugares comunes, de ideas recibidas, como decía Gustave Flaubert acerca del poeta. Él había entrado hacía ya largos años en otra etapa, en otro universo de preocupaciones estéticas y políticas. Esa detención, sin embargo, ese curioso silencio, esa admiración en un susurro, indicaban que se había ido, que había renegado del periodo de Residencia en la tierra, como lo declaró en una entrevista célebre, pero que seguía, a pesar de todo, apegado, inmerso incluso, en el mundo ritual, contemplativo, denso, enigmático, de poemas anteriores, enteramente ajenos al llamado realismo socialista, como Entrada en la madera. Emir Rodríguez Monegal, el más agudo de sus críticos, definió a Neruda como "el viajero inmóvil": alguien que partía siempre, que viajaba y cambiaba de piel en forma dramática, pero que, a la vez, no abandonaba nunca el punto de partida. La contemplación apasionada de la naturaleza y de las materias, la "absorción física del mundo", como escribió en una carta de juventud en el Extremo Oriente, era uno de sus secretos, uno de los resortes profundos de su escritura. Neruda fue como un Rimbaud, un poeta precoz, de una juventud fulgurante, pero, en lugar de cesar de escribir al cabo de pocos años, como el joven francés, uno de sus modelos, una fotografía que no abandonaba nunca el lugar de privilegio de sus diferentes mesas de trabajo, pasó a escribir de otra manera, en virtud de otras inquietudes. No pudo seguir en la subjetividad extrema, en el hermetismo, en la incomunicación. A pesar de la fuerza de su lenguaje y del eco que empezaba a conseguir, él sentía que era una situación enfermiza. Si uno, ahora, juzga sin prejuicios sus declaraciones de esa época, llega a la conclusión de que el lirismo puro le producía un sentimiento abrumador de culpa. Y frente a las realidades sociales de Chile y de América Latina, había tomado hacía tiempo una resolución drástica y la había explicado con todas sus letras, en diversas ocasiones: "Hasta aquí llegué en la soledad", escribió, por ejemplo, en un verso de Memorial de Isla Negra. Pablo Neruda había escogido, en buenas cuentas, y mucho antes de aquellos años de París, una opción clara. Pero la poesía anterior, la de la primera y la segunda Residencia, la de una especie de Rimbaud suramericano, la que seguía muy de cerca y en forma consciente al uruguayo francés Lautréamont, seguía trabajando en su interior. El poeta, contradictorio, decididamente triangular, como se definió en otro poema, cambiaba y se mantenía fiel a sí mismo.
El poeta, contradictorio, decididamente triangular, como se definió en otro poema, cambiaba y se mantenía fiel a sí mismo
Releo en estos días los poemas de 'Residencia' y encuentro en cada verso, sin caídas casi, una intensidad constante, una fantasía que nunca se había dado antes
Se podría sostener que Neruda, después de la poesía rectilínea de su obra de la primera mitad de los años cincuenta, volvió al tono circular, enigmático...
He contado mi segunda historia en otra parte, pero sin agregar la interpretación de ahora. Una vez, creo que hacia el final de 1967, viajamos a Isla Negra en mi automóvil y nos detuvimos a la salida de Santiago en el antiguo Mercado Persa. Yo les tenía un poco de miedo a esas interminables exploraciones nerudianas en busca de cachivaches, pero debo reconocer que siempre eran divertidas, sugerentes y sorprendentes, hasta insólitas. Uno se defendía y a la vez se dejaba arrastrar por la aventura, por su extravagancia y su fantasía. El poeta, en esa oportunidad, detectó una enorme cadena mohosa arrumbada detrás de otros objetos no menos inútiles. A partir de ahí se produjo una inesperada transformación. El poeta entró en movimiento. El día cambió de ritmo. Después de largas tratativas con un par de camioneros bromistas, cazurros, la pesada cadena, con eslabones que habían estado largo tiempo adentro del mar, cayó en uno de los prados de la casa de Isla Negra, junto a un bote de pescadores, cerca de un ancla igualmente herrumbrosa. Yo pensaba, mientras veía todo esto, en otro de los poemas ya clásicos de Residencia, en 'El fantasma del buque de carga'. Y me decía que el poeta, a pesar de las apariencias, en plena etapa de poesía militante, nunca salió de su etapa anterior de subjetivismo, de lirismo enigmático: de ese buque de carga, de ese fantasma que recorre las sentinas del viejo barco y que evoca escenas del cine de imaginación de los años veinte y comienzos de los treinta.
Releo en estos días los grandes poemas de Residencia y encuentro en cada verso, sin caídas casi, una intensidad constante, una fantasía que nunca se había dado antes, al menos en la poesía de nuestra lengua, de esa manera, un carácter ritual, un ritmo espeso, y todo esto unido siempre a una invención verbal extraordinaria. La cadena del Mercado Persa pudo haber inspirado una oda elemental, pero era, por encima de eso, un vínculo, un eslabón, precisamente, y que unía con los orígenes poéticos. Cuando el poeta dio su paso y resolvió que ya no soportaba la soledad, que deseaba unir, como dijo en otro lado, sus "pasos de lobo a los pasos del hombre", produjo dos poemas centrales en su obra: España en el corazón y Alturas de Macchu Picchu. En los cantos finales de Macchu Picchu alcanzó un nivel superior, un tono de himno ceremonial, de invocación, de identificación en cierta medida religiosa con el mundo de los muertos. Son cantos de solidaridad humana y a la vez de misterio, de resurrección: "Sube a nacer conmigo, hermano". Después, el poeta pierde esa intensidad e intenta hacer una poesía eficaz, que tenga sentido y consecuencias sociales. El carácter contemplativo, circular, ensimismado, de toda su primera etapa, es reemplazado por estructuras lineales, verticales: en lugar de eslabones carcomidos por el tiempo, de catedrales de madera sumergida, flechas, manifiestos, proyecciones al futuro. Es el tono de Canto general y de Las uvas y el viento. Pasan algunos años, sin embargo -y el discurso de Nikita Kruschev sobre los crímenes de Stalin, de 1956, tiene una influencia decisiva en esta evolución-, y la mirada del poeta, o, si se quiere, la del hablante lírico, recae de nuevo sobre objetos esenciales, que pueden tener historia en algunos casos, pero que a la vez están sumidos en cierta forma de intemporalidad. Un ejemplo clásico y perfecto, para mi gusto, es la Oda a la cebolla. El poema, como todos los de ese periodo, tiene un elemento político. La cebolla es un alimento "al alcance / de las manos del pueblo", es la "estrella de los pobres". Pero es un elemento que aquí no parece deliberado, colocado de acuerdo con un programa. Y predomina, con menos densidad, sin el hermetismo de entonces, con humor, con un ritmo sincopado, casi alegre, una visión muy semejante a la que inspiraba 'Entrada en la madera' o 'Apogeo del apio' en la segunda parte de Residencia en la tierra.
Se podría sostener que Neruda, después de la poesía rectilínea de su obra de la primera mitad de los años cincuenta, buscó en forma deliberada, con plena conciencia, y sobre todo a partir de Estravagario, de 1958, volver al tono circular, enigmático, al misterio envolvente de sus poemas de juventud. Una lectura cuidadosa revela que algunas veces, en medio de abundante fárrago, lo consiguió. La poesía del final parece utilizar recursos que el poeta ya había descubierto antes. Da la impresión, por momentos, de que el poeta se imita a sí mismo, o de que, al explorar otros horizontes, se encuentra de repente en los terrenos de la antipoesía de Nicanor Parra. Pero, en medio del peso, a veces abrumador, del papel, del "papel cansado", como había escrito mucho antes, brillan algunas joyas. Me permito citar dos, y sé que algunas se me quedan en el tintero: El largo día jueves, de su libro de memorias en verso, mucho mejor que sus confesiones en prosa, Memorial de Isla Negra, y El campanario de Authenay, que pertenece a una obra de sus años finales de embajador en Francia, Geografía infructuosa. Ese día jueves que se repite, que no termina nunca, es el día de la muerte, y ese personaje, ese hablante que se da un baño de tina, se rasura, se viste con esmero, lo hace para entrar en su ataúd, de manera que el humor, constante en la poesía nerudiana, aunque nunca evidente, se convierte aquí en humor negro. Un día sin orígenes, jueves, escribía el poeta en Residencia en la tierra, de modo que se podría elaborar todo un ensayo acerca de su obsesión por ese día de la semana. Pero se podría sostener, por otro lado, que "el largo día jueves" del Memorial es el "día sin orígenes" de Residencia. Si damos otro paso, podríamos concluir que la poesía de Neruda osciló siempre entre la intemporalidad -el jueves eterno, el día sin orígenes, que sale de la nada- y las nociones del tiempo histórico, político, épico.
Otra obsesión
En El campanario de Authenay aparece otra obsesión constante en su poesía: el trabajo de los hombres prácticos, artesanos, carpinteros, albañiles, en contraste con la inutilidad de la pura poesía (inutilidad que el poeta, en una larga etapa, hizo un intenso esfuerzo por transformar en utilidad, en función social, revolucionaria). "Ay lo que traje yo a la tierra / lo dispersé sin fundamento, / no levanté sino las nubes / y sólo anduve con el humo...". Parece que la visión, para Neruda, y esto forma parte de su pensamiento más íntimo, de un arte poética reiterada, se produce mucho tiempo después de la construcción, de la presencia artesanal. Hubo artesanos que hicieron la cadena del Mercado Persa y constructores que levantaron, en las planicies de Normandía, el campanario de Authenay. Resulta obligatorio que la contemplación ensimismada del poeta comience décadas y hasta siglos más tarde: "Aquí el hombre estuvo y se fue". Lo mismo habría podido decir con respecto a las ruinas de Macchu Picchu. En último término, con la perspectiva de los años, uno siente que en la poesía de Neruda interviene una continua metamorfosis: el diálogo con el presente cede el paso a un diálogo con el pasado, con la historia, con el mundo de los muertos. Es un tema clásico, del cual no sé si Neruda tenía una conciencia clara: el descenso al Hades. Por muy realista que fuera el poeta, era necesario para su poesía, en sus momentos de lirismo más alto, que los hombres prácticos, los constructores, aquellos que habían empleado sus manos, se hubieran ausentado hace mucho tiempo: que sólo quedara "la pura voluntad de un campanario / contra el cielo de invierno...".
Por Pablo Neruda
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear
los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve
entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.
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