El perro
Se llama Blues. Y le hemos puesto este nombre porque cuando lo trajeron la otra tarde estábamos oyendo esa clase de música, o la pusimos luego, no sé, y él, que no es tonto, se quedó quieto en la puerta de casa, sólo movió la cola, y nos miró como miran los labradores cuando son cachorros y piden que te pongas de su lado. Entonces mi mujer le dijo: "¡Hola, Blues!, ven, ven aquí!".
Blues entró en casa, y atravesó la sala, y salió a la terraza donde hay dos olivos grandes y les dio la vuelta pero sin mirar los viñedos del valle. Hizo, pues, una inspección muy rápida. Suficiente para averiguar dónde estaba. Y nada más sentarnos con el pintor que lo había traído de Calpe, se coló debajo de la mesa y aparentó dormirse. El labrador es muy buen actor y sabe que si se hace el dormido en ese preciso instante va a salir ganando.
Le digo que un respeto por la literatura. Si lo que quiere es comerse un escritor, que me lo pida: tengo varios, españoles y de renombre, que no me importaría poner a su disposición
El pintor explicó que era el último de una camada de once. Que no era seguramente el mas guapo, por eso se le quedó sin comprador, pero que en cambio era el más cariñoso y el más tranquilo. También dijo que una prueba de que tiene muy buen carácter es que le tocaba mamar el último y a pesar de eso no se peleaba con los otros. Lo que le dieran, bueno era.
No hubo nada más que hablar. El pintor se marchó y Blues se quedó como una brocha olvidada de esas que siempre se les cae de la furgoneta a los pintores. Y nosotros vimos alejarse el vehículo por el camino y acariciamos a Blues para que no se pusiera triste al separarse de su antiguo dueño.
Todo hay que decirlo: nosotros habíamos pasado varios meses de duelo. La anterior perrita, que vino de El Escorial, había muerto a manos de un veterinario intrépido que primero creyó que tenía una piedra en el vientre y luego sentenció que tenía los intestinos hechos un lío. En realidad el lío lo tenía el mismo veterinario en su cabeza. La operó y nos la devolvió agonizando con la factura en la boca.
Mientras escribo todo esto he olvidado por un momento que Blues está a mis espaldas, en la biblioteca, y por eso interrumpo el artículo y, menos mal, llego a tiempo para que no triture las primeras páginas de una novela de Bulgakov, de esas que te regalaba EL PAÍS por un euro. Le riño un poco, le digo que eso no, que un respeto por la literatura. Al menos por la rusa. Si lo que quiere es comerse a un escritor, que me lo pida: tengo varios, españoles y de renombre, que no me importaría demasiado poner a su disposición. Es más, le quedaría muy agradecido.
Ya está otra vez tranquilo. Veremos lo que dura. Tengo las puertas abiertas. Puede entrar y salir, pero a los dos meses y medio ya está en condiciones de hacerlo. Sube y baja las escaleras mejor que yo. Y por lo que oigo en este instante debe estar acercándose al gallinero. Eso puede acabar mal. Las tres ponedoras (la cuarta se la despachó en un descuido el perro del pastor, que vive cerca) cacarean de un modo alarmante.
Salgo corriendo y, en efecto, Blues está a dos metros del gallinero, como un perro de muestra, igual que en un cuadro de caza, con una pata delantera en suspenso y el rabo estirado y el hocico muy recto. Así que lo he tomado en brazos repitiéndole al oído que eso no, que a las gallinas no me las asuste porque dejarán de poner huevos. Y encima hace mucho calor y les cuesta hacer su trabajo. Entre las tres ponen últimamente solo un huevo. No sé si lo harán a medias, o una pone y las otras dos cacarean. Pero es un huevo grande y espléndido, natural, y no debo renunciar a él. Mi nieta tiene dos años y por las noches se toma ese huevo pasado por agua, que ella misma vino a recoger por la mañana del gallinero.
Blues está de acuerdo. Por si acaso, añado que aunque todavía no lo ha visto, también hay un gallo que el pastor nos regaló como desagravio por la pérdida de la ponedora. Fue un detalle. Y ese gallo se le echará desde la rama del árbol, donde pasa muchos ratos como si fuera un pájaro, y le dará un susto de muerte. Llamo al gallo pero no acude porque no es obediente. Ni peleón. Va a su aire. Y encima el pobre no se come una rosca porque las tres gallinas, consumadas solteronas, lo ignoran.
Ya en casa le pongo a Blues algunos juguetes para morder. Necesita morder porque la boca le duele cuando los dientes están saliendo. Y hay que evitar las piedras. Aunque si se traga una -cosa que me aterra- no lo llevaré al veterinario que operó a la fallecida, ni mucho menos. Lo llevaré al veterinario del pueblo de Benissa que se ha dejado la política (fue alcalde) y ha vuelto a lo suyo, a los animales, siempre mucho más fieles que los votantes.
Interrumpo este viaje de cercanías para leer el periódico. Tengo que saber lo que pasa en el mundo. Y la noticia de ese pitt bull que ha matado a un agricultor de 75 años mientras comía paella en su casa de Benifaió, me pone los pelos de punta. El pitt bull era propiedad del hijo de la víctima. En realidad un pitt bull es sólo propiedad de sus instintos agresivos. Imagino cómo se sentirá el pobre huérfano, ahora. Y la viuda de la víctima que al parecer estaba preparando el segundo plato en la cocina cuando el perro se echó al cuello del agricultor. ¿Es que no tenemos bastantes desgracias domésticas ocasionadas por esos salvajes que maltratan y asesinan a sus parejas? Los hay de todas las edades. De todas las etnias. Para todos los gustos. Cada día más. Y me pregunto: ¿Se avecina una nueva oleada de agresiones producidas por perros fabricados expresamente para matar?
Busco otras noticias mas tranquilizadoras en el periódico. Es difícil. Escasean. Las bombas siguen en Irak. Las fotos de perros adiestrados que intimidan a los detenidos en la prisión de Bagdad reaparecen en televisión. Y por radio oigo declaraciones tan intempestivas del ex presidente Aznar que reclaman un bozal reglamentario, o la vacuna antirrábica que Rajoy ya debe tener a punto.
A la vista de todo esto me pongo a hablar con Blues ya que la ventaja de tener un perro es ésa: puedes decirle lo que piensas, puedes leerle lo que escribes en cualquier momento, puedes confesarle que estás harto de muchas cosas. Que el mundo no te gusta pero que siempre fue así. Que en el fondo sientes envidia de él, de Blues, por el hecho de ser perro, y de ser un labrador. Y él te escucha. Sabes que escucha aunque no responda y, sobre todo, sabes que su compañía te hace bien al reconciliarte un poco con la existencia. Blues está agradecido porque le hacemos falta. Es un cachorro indefenso. Está aquí por casualidad. Transmite una sensación de sosiego, de gratitud. Y esto es impagable.
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