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Columna
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La desaparición

En la actual experiencia del fallecimiento de mi mujer ha sido, especialmente insoportable, la misma noción de muerte: su muerte y la muerte en general, donde ahora incluyen a mi amigo Ángel Fernández-Santos cuando se le retrata en los datos biográficos o se le evoca escuetamente en las esquelas. Yo he visto que la muerte de por sí no es la apropiada categoría que corresponde a la gente que se quiere mucho, y cuando se les quiere tanto. Más ajustada que la muerte es, para ellos, la desaparición. No la muerte dura o determinada, sino la evanescente y perdurable desaparición. Porque mientras en la primera el cuerpo está abatido y es un bulto estanco, en la desaparición no hay talla ni confín del cadáver.

En estos momentos, lejos de haber perdido a algunos de los que más quiero, los veo difundirse cotidianamente en la máxima amplitud. No están a mi lado, tangibles y parlanchines, dando sus consejos o sentándose al lado en el coche, sino que viajan dentro de un vastísimo lugar alrededor donde su silencio es el efecto de su extensión magnífica. De esa manera, la muerte deja de tener la naturaleza de una pesada ferramenta que mata, entierra y encarcela. Tras haber vivido con los seres humanos, la memoria de los mejores se ensancha, y el tiempo perfecciona ese contacto como un aura cada vez más dulce. Ellos no están muertos sino desaparecidos, no acorralados sino infinitamente ausentes.

La muerte nos quebranta mientras la desaparición inicia un inesperado proceso de instrucción por el que vamos aprendiendo a dejar de ser una simple unidad y a secas. También, en determinados momentos, la desaparición se hace nuestro auxilio porque es capaz de verterse sobre la totalidad de nuestra vida y defenderla desde su envoltura.

Puestos a pensar en el momento concluyente de nuestra materia, la incineración, figurada o real, viene a cumplir la cualidad del buen desaparecido. La desaparición sin pizca de muerte. Es decir: la desaparición como la superación de la apariencia o bien como la metamorfosis mediante la cual el cuerpo compensa su fuerte melancolía de carne con la lluvia de la memoria total. La memoria irredimible.

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