Un préstamo generoso
Armstrong hace feliz al Tour cediendo el 'maillot' amarillo al jovencito campeón de Francia, Thomas Voeckler
"No, mi querido aprendiz", y Ferretti apoyaba sus palabras con una pequeña presión en el cuello, amable caricia, del preguntón. "No, nosotros no podíamos seguir tirando del pelotón, no, ¿cómo iba a hacerlo si se me había caído Petacchi, mi rápido sprinter? ¿Cómo iba a hacerlo si mis maravillosos Flecha y Bruseghin, los que mejor tiran del carro, se quedaron para devolver a Petacchi al grupo? Y, además, los escapados ya llevaban más de un cuarto de hora. No tenía sentido. Si no se hubiera caído Petacchi, sí, si no se hubiera caído Petacchi, habría seguido tirando al menos 50 kilómetros más. Y si veía que podía acabar con la fuga, no habría parado hasta el final".
Pero se cayó Petacchi en el kilómetro 102, y Rubiera y Beltrán, y Heras y Boogerd, cuando en la curva que tanto temían todos entró como una moto Vicioso, se la comió y barrió las bicicletas que había a su alrededor. Vicioso, valiente aragonés, se dio de cara contra el asfalto, y parecía un boxeador, tumefacto y abrasado, y los dientes del plato de su bicicleta se clavaron en el gemelo de la pierna izquierda de Rubiera, y Beltrán casi se desangra por el codo. Y así, de repente, dos de los mejores gregarios de Armstrong para la montaña estaban en peligro. Había que montar el rescate.
Tour 2004 - 5ª Etapa
Bonneval-Angers, de 196 kilómnetros
ETAPA
1. Stuart O'Grady (Cofidis) 5h 5.58m
2. Jakob Pill (CSC) m. t.
3. Sandy Casar (Fdjeux.com) m. t.
21. F. Mancebo (Illes Balears) a 12.33m
GENERAL
1. Thomas Voeckler (Brioches) 20h 3.49m
2. Stuart O'Grady (Cofidis) a 3.13m
3. Sandy Casar (Fdejeux.com) a 4.06m
10. José Luis Rubiera (US Postal) a 9.59m.
ETAPA DE HOY
Amiens-Chartres, de 200,5 kilómetros
Los escapados en la etapa eran cinco buenos corredores, especialistas en la materia
Álvaro Pino: "Qué sentido tenía acelerar. No se había quedado ningún hombre importante atrás"
Cuando a algún equipo se le cae un corredor importante todos sus compañeros, salvo el líder y un acompañante se bajan a cola de pelotón y se organizan para, dando relevos todos, llevar a los caídos descolgados hasta las tripas del grupo. Así hizo el Fassa Bortolo con Petacchi, todos por su hombre; así hizo el Rabobank por Boogerd y el Liberty por Heras. Pero Armstrong, no, el americano es diferente. Y su equipo también. Siguiendo la mancha amarilla, que levantó la mano como una guía japonesa en el Louvre para que nadie se le perdiera, los seis no caídos aceleraron hasta la cabeza del pelotón -oiga, oiga, le podían haber dicho, que el Triki y Chechu están atrás, que se equivoca- y allí se plantaron, redujeron a cero el ritmo que el Fassa había mantenido endiablado desde que antes del avituallamiento el viento y la lluvia y el miedo y la tensión habían transformado al armonioso pelotón en grupos sin cohesión, sin orden y con miedo. Nadie protestó. Nadie recordó en voz alta que dos días antes, cuando el pavés de Mayo, a las caídas de los importantes se respondió con aceleraciones y marcha loca en la cabeza impuesta por -¡oh! qué coincidencia-, por los mismos carteros que ahora frenaban. "Pero, claro", dice Pino, el gallego que quiere ganar el Tour con el bostoniano Hamilton, "qué sentido tenía acelerar. No se había quedado ningún hombre importante, ninguno de los que buscamos la clasificación general teníamos ningún interés en que se marchara deprisa. ¡Que hubieran tirado los de los sprinters!". Sí, y con Petacchi en el suelo, y el Lotto y el Quick Step y el Ag2r que no han tirado en todo el Tour, cómo van a tirar ahora". La maniobra de Armstrong fue perfecta y descarada. Dejó a todos anestesiados y felices a los fugados. Todos sus designios, un día más -¡oh! gran sacerdote-, se hicieron ley.
Los escapados eran cinco buenos corredores, especialistas en la materia, chicos en forma y con la mente clara que aprovecharon la resaca de la contrarreloj por equipos. Estaba Backstedt, que parecía un hipopótamo verde claro, 98 kilos rubicundos sobre la bicicleta -que no se quejaba-, el peso que le condujo en primavera a la victoria sobre los adoquines de la París-Roubaix. Estaba O'Grady, un australiano vocinglero y cervecero con aires de gañán, pelirrojo, pecoso y un corazón loco que se acelera sin previo aviso en frenética taquicardia hasta las 250 pulsaciones por minuto. Marchaba también el rubio Piil, un danés con aire luterano y una disciplina del trabajo increíble: todos los días, llueva, brille el sol, se queme o se moje, todos los días se escapa.
Con el trío anglo-sajón-escandinavo marchaban dos franceses, dos de los nuevos, de los renovadores. Thomas Voeckler, con su maillot tricolor ganado hace 10 día absolutamente flamant, su sillín bajo, sus brazos cortos, su pedaleo, su rabia, su sed de aventuras, su persistencia que recordaban en todo, también su fuerza, al Bettini más joven, y Sandy Casar, al que anuncian y no llega.
Como los de Armstrong, que ya no abandonaron la cabeza, marcaron un tren un tanto tran-tran -órdenes del boss-: que lleguen con tiempo suficiente para que un francés joven y mediático disfrute varios días del liderato, con lo que la sociedad francesa empezará a recibir buenas noticias del Tour, pero que no se llegue al escándalo de los 36 minutos de Pontarlier, que no quiero nuevos Kivilevs-, y dejaron hacer en cabeza, y las previsiones se cumplieron. Ganó la etapa el más rápido, el tremendo O'Grady, y se vistió de amarillo el más guapo, Thomas Voeckler, el deseado.
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