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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Nombrar el dolor en vano

Cada vez que veo en la 'tele' a Zaplana, Rajoy o Acebes me viene a la memoria lo que en 'Ciudadano Kane' responde Orson Welles a su tutor cuando le pregunta qué quiere ser en esta vida: todo aquello que usted odia.

Palabras

Lo de menos es la fuente que relata, cuando lo que vale es la certidumbre del relato. En la voz lenta de una vecina colombiana entrada en años, que tiene a sus nietos entre Valencia, Alicante y Castellón (qué afán de pulsar todos los registros de este territorio), se descubre la entonación y el léxico preciso de García Márquez, que lo mismo conviene más escuchar de viva voz como narración oral que tomarla como obra maestra de la escritura dispuesta para ser consumida por la lectura. No hay muchos estudios que indaguen en las diversas formas de leer de quienes acostumbran a hacerlo, si mascan las palabras según su origen o si son conscientes de que leer en castellano a Proust supone perderse esa curiosa carrera de obstáculos que es la lengua francesa. La vecina colombiana habla un indigenismo universal. Y sé lo que dice por la cadencia aromática de su voz.

Pero ¿será posible?

Todavía se recuerda el brutal y jactancioso desprecio en televisión de Ángel Acebes al tildar de miserables a los que apuntaban a una autoría distinta a la de ETA en los atentados de Madrid, calificativo en los que bien podría haber incluido el entonces ministro a los investigadores que ya andaban sobre pistas bastante más fiables y tanto o más preocupantes. Este hombre, al que le pierde la decisión de su mandíbula, por no mencionar aquí sus animosas convicciones, vuelve a la carga con la contundencia de sus adjetivos, ahora a cuenta de quienes protestan por la chapuza realizada en la identificación de las víctimas del Yak-42. Cierto que no se puede hacer política partidaria con el dolor ajeno, pero sobre todo no se puede recurrir a esa artimaña de chamarilero para evitar que se conozcan los detalles de un error tan atroz como -él, sí- miserable. Y Federico Trillo sin dimitir.

Y lo contrario

Estuvo por aquí Eduardo Galeano, intelectual consciente de profesión, y una emisora que intercala cuñas de grandes frases da una de la suyas: "En Uruguay, de pequeños todos queríamos ser futbolistas. Yo también. Pero hube de aprender a hacer con las manos lo que no sabía hacer con los pies". ¿Precioso, no? Y muy poético, sin desdeñar su contenido pedagógico. Lástima que se trate de una engañifa. Primero, porque Ronaldo ha hecho con los pies, muy vinculados a su cabeza privilegiada, cosas de más interés estético que las monsergas de Galeano. Y segundo, como tantos escritores tienen demostrado, porque aquello que se hace con las manos no siempre escapa a las torpezas que pueden hacerse con los pies. ¿Lo intolerable? El intento de establecer una jerarquía ilusoria de extremidades, cuando tantos han demostrado disponer de una cabeza que no siempre sabe qué hacer con sus manos ni con sus pies.

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Una cultura divertida

Resulta muy entretenido que la diversión que se supone que debía generar la cultura institucional se haya desplazado hacia el jolgorio que deparan las desavenencias entre sus gestores. A CCC (Cursos de Cultura por Correspondencia) la reorientaron hacia la dirección del IVAM, precisamente cuando había alcanzado las más altas cumbres de la miseria desde una secretaría de autopromoción cultural. Y allí quiere llevarse su despacho entero, lo que incluiría ese Encuentro Mundial de las Artes, según el cual un artista de renombre recibía un premio (no sin cierta extrañeza por su parte) que trata de prestigiarse galardonando a personalidades de prestigio. Sería saludable liquidar de una vez esa clase de filfas de repostería y regresar a la sensata cultura de base. Lo que no quiere decir que le monten una fastuosa exposición a un Ramón de Soto cualquiera, a condición de que esculpa en bronce imperecedero las alegres florecillas de Agatha Ruiz de la Prada.

Que sean felices

Es cierto que no está claro de qué se siente tan orgulloso el colectivo gay como para celebrar un día al año tanta alegría con manifestaciones de gusto un tanto estrambótico. Pero si eso le ha servido para que al fin se reconozca su derecho al matrimonio y a la adopción de niños, como recogen nuestras leyes para colectivos no discriminados, pues entonces no hay sino que compartir esa alegría, y que sea lo que el amor quiera. Es capcioso sugerir, como hace Umbral, que para qué demonios quieren casarse cuando la pareja misma está en crisis, porque nadie puede negar a nadie un derecho regulado en nombre de la crisis de la práctica social a la que proporciona los papeles necesarios para no pasar por ilegal. Que se casen, si así lo desean, y que Dios les dé muchos hijos adoptados. A fin de cuentas, no veo por qué deberían quedar exentos de cometer errores homologables a los que sucumbe todo el mundo.

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