Por puntos
Por puntos. Ésta es la expresión, la idea, que presidirá pronto nuestra relación con la posibilidad de conducir un automóvil. ¿Cuántos puntos tienes? ¿Cuántos puntos te quedan? ¡Cuidado, no pierdas puntos! Es fácil de vaticinar: el punto será un nuevo tema de conversación y reflejará tanto el regocijo por su posesión como el terror a perderlo. Viviremos, pues, marcados por los puntos que el Estado controla sobre nuestra bondad o maldad automovilística.
El punto será una nueva etiqueta que configurará nuestra identidad y que nos clasificará socialmente como un peligro o como una tropa dócil y civilizada. No es raro, pues, que de eso se ocupe el ministro del Interior: hallar delincuentes de asfalto y castigarlos. Es inquietante. Nos guste o no, se trata de un nuevo recorte de derechos basado en que el coche, aparte de otras consideraciones, ya no parece sinónimo de libertad sino de ataúd, cuando no de despilfarro o pérdida de tiempo.
Efectivamente, el carnet de conducir por puntos no es un mal invento, como se ha demostrado, por ejemplo, en Francia. En nuestro país muere demasiada gente por accidente de coche, hay excesivos lisiados, que es una palabra cruel y antigua para describir dramas de minusvalías y dependencias, como ahora se dice. Nos lo hemos buscado, seguramente movidos por afanes imposibles de libertad y de prisa pero, también, por falta de inteligencia.
Conducir no es algo apto para quienes piensan que están solos en un mundo superpoblado, es decir gente rematadamente tonta que sólo hace caso a los anuncios. La proliferación de esta realidad de estúpidos irresponsables es, por supuesto, la que está convirtiendo en ogro al Estado. Un Estado ogro es el que repartirá los puntos en una sociedad colegio de párvulos. Eso es lo que queda abiertamente inaugurado. No nos engañemos.
El carnet de conducir por puntos será una primera experiencia para niños temerosos de perder puntos, y así crecerán, con la medida del punto o de la nota a cuestas. Pero la vida es un examen para todos, y el asunto de los puntos ofrece un abanico amplio de posibilidades de aplicación. Por ejemplo, ya que hablamos de la conducción, no estaría mal que los guardias que controlen la bolsa de los puntos ajenos tuvieran ellos mismos un baremo de puntos profesionales. Un guardia con 12 puntos sería un profesional impecable como defensor del interés público. Un guardia con sólo 6 puntos resultaría más dudoso como juez y el ciudadano sabría a qué atenerse si hay problemas. Todos conocemos casos de lo uno y de lo otro. Nadie es perfecto. La autoridad haría bien en reconocerlo.
El problema de la doctrina del punto es que haya impunidad y arbitrariedad en su aplicación. Así quienes dieran o quitaran puntos a los demás deberían estar refrendados por su propio paquete de puntos capacitadores. ¿No sería más justo? Puestos en este plan, habría que valorar por puntos las carreteras y sus señales, y, si me apuran, los responsables de la organización viaria -es decir, los políticos- también deberían tener los suficientes puntos que acreditaran su capacidad para gestionar tanto punto. Podrían, por ejemplo, restarse puntos a aquellos que dieran permiso para instalar en carreteras y calles factores de distracción, como los anuncios. Por esta vía, podríamos poner puntos o quitárselos también a los anunciantes o a los modelos que salen en las vallas y atraen miradas sin piedad.
Ay. La escalada de la doctrina del punto sería peligrosamente pérfida en política. ¿Cuántos puntos harían falta, por ejemplo, para ser un buen catalán? Algo de experiencia tenemos en eso. ¿Valdría la pena exigir puntos a los partidos y a los políticos? ¿Absurdo? No tanto: ¿no gusta a muchos ser como niños e inventar ogros?
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