Cerca de Rossini
He pasado la semana lejos, Haro Tecglen, lo siento. Me gustan los octogenarios que mantienen sus hogueras encendidas. Haro sabe superar los homenajes, las caídas de los imperios, el cambio de dioses y el relevo de las estatuas. No todas las estatuas han caído. Ahí están las de Franco. Ecuestres, guerreras, sin mérito, ni sentido. La de Santander, retirada y vuelta a su lugar con nocturnidad y alevosía. La de Madrid, en una plaza dedicada a un poeta que estaba en sus antípodas, san Juan de la Cruz. Muy cerca de otra de Indalecio Prieto, a tamaño humano, ciudadano civil, hombre de a pie, otro antifranquista, un socialista con boina. Dicen que tuvo en su vida siete boinas, a todas quiso por igual, a todas cuidó. Uno de aquellos rojos sin sombrero que sí se merece una estatua, un recuerdo. Vengo de Italia, de Roma, de Pésaro. Una civilización con muchas estatuas. Y sin ninguna de aquel amigo de Franco, Mussolini. Yo creo, como mi admirado y escéptico polaco Jercy Lec, que "al derribar las estatuas, hay que respetar los pedestales. Siempre pueden ser útiles". Ésa es mi modesta proposición, respetemos los pedestales, retiremos los dictadores. Tampoco hay que destruirlos. Una buena idea tuvieron en Moscú, también ciudad de estatuas y dictadores. En un enorme parque, cerca del río y del museo de arte contemporáneo, concentraron muchas de las estatuas del viejo régimen, a las que se unieron las del mal gusto, las del realismo kitsch. El resultado es una esperpéntica galería que demuestra lo fugaz de la gloria, además de recordarnos el mal gusto que suele imperar en las estatuas de nuestras ciudades. Eduardo Arroyo y Joaquín Leguina podrían hacer el catálogo madrileño de estatuas susceptibles de pasar a la galería de derribados de su pedestal.
Con Javier Ruiz, director del Instituto Cervantes de Roma, recorrí las maravillosas estatuas de los museos palatinos y algunas de la ciudad. Admiramos los bustos, las columnas y hasta los pedestales. Verdaderamente, Roma es perfecta para reconciliarse con las estatuas. En el Vaticano, que está necesitando una revisión de sus estatuas, aunque espero que no caiga en las estéticas de los nuevos legionarios y otras obras que están tomando los poderes vaticanos, nos tropezamos en carne y hueso, no en ningún pedestal, sino bien móviles, con la pareja de moda: el principesco Felipe, con su barba al mejor estilo del emperador Adriano, aquel español que llenó el imperio con sus estatuas. Y doña Letizia, claro, que, para no quitarme la razón, se hizo su principesco paseo romano, con su estilo Audrey Hepburn a la española, sin moto, sin Gregory Peck y con el argumento imitado de la maravillosa película de William Wyller Vacaciones en Roma. Naturalmente, con los papeles cambiados, aquí la periodista era ella, y él, el príncipe. Todo se andará. A veces el cine tiene razón, la fábrica de sueños alimenta nuestras realidades. Letizia ha pasado de la ficción al documental. No es un mal paso. Para que el sueño se haga realidad, para que la realidad imite al arte, les faltó su foto de enamorados en la Bocca de la Veritá. No está fácil la cosa. Hay que despejar el escenario de españoles, japoneses y mitómanos de toda condición que hacen peregrinación cinéfila en la famosa boca del claustro de Santa María in Cosmedin. Pésaro, la ciudad de Rossini, tiene estatuas. La más visible, la del genio de la ópera, ese músico que hace que el mundo parezca más feliz, divertido, ligero y vivaz. Con Rossini se puede creer que es posible gozar y trabajar. No importan los errores. Cuando los rigoristas de su tiempo, que se parecen a los de cualquier tiempo, le reprochaban sus faltas contra las reglas de la composición, sus faltas gramaticales, el genial compositor se defendía diciendo que él tenía que componer una ópera en seis semanas. Las cuatro primeras semanas las empleaba en divertirse, ligar, comer, beber, y los últimos días, en componer. "¿Cómo queréis que advierta una falta en la instrumentación?", respondía el joven y vital maestro. Genio de música con faltas. Mejor. Genio de vida, con pecados, lo mismo. Los pedantes severos, de ayer y de siempre, decían que Voltaire hacía faltas de ortografía. Un volteriano les respondió: "Peor para la ortografía".
En Pésaro han aprendido las lecciones de vida. Tienen cien mil habitantes, excelentes restaurantes, vinos, librerías, un famoso festival de ópera en su hermoso teatro, otro festival de cine independiente que cumple cuarenta años, que llena las salas y que se acerca a sus habitantes con cine en la plaza. Una ciudad que conserva sus palacios, que recuperó sus edificios mussolinianos para la ciudadanía, que enseña su histórica sinagoga, sus iglesias con algún Bellini y que está orgullosa de ser la pequeña patria del gran Rossini. Un lugar del Adriático en el que sus habitantes prefieren la bicicleta para moverse por sus calles, llegar hasta sus playas o hacer la compra. Algunas exposiciones se pueden visitar hasta las doce de la noche. Una ciudad que recuerda a sus partisanos, a los caídos por la democracia, en un lateral de una de sus hermosas iglesias. En fin, una ciudad razonable. En su biblioteca tienen EL PAÍS del día. Y en las votaciones pierde Berlusconi. De vez en cuando hay muchas razones para salir de casa, salir de Madrid, salir de España.
Y para volver. De vez en cuando hay que "ser el que podría irse si quisiera, pero acaba quedándose", como en ese poema del español romanizado Vicente Piqueras. Esta semana tocaba volver. Al menos una razón: se celebra la fiesta de la Residencia de Estudiantes. Pelea en la colina de los Chopos por la foto. ¿Quiénes son los verdaderos herederos del espíritu progresista liberal de la casa? La respuesta, la próxima semana.
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