El PSOE: otro junio con exámenes
En contra de quienes opinan que la democracia es consecuencia del nivel de desarrollo, me parece más sugerente la tesis de Amartya Sen de que la participación y la disensión son parte constitutiva de ese proceso y por ello la democracia es el más preciado instrumento para el desarrollo social y económico. No me parece arriesgado decir que a ese respecto España es un buen ejemplo. Sus mayores cotas de crecimiento y cambio social han coincidido con la etapa más larga de democracia que ha vivido el país, gracias a haberse sabido dotar de un régimen de gobiernos central y autonómicos que han impulsado el desarrollo y también en gran medida, al acierto colectivo de su cuerpo electoral para encomendar en cada momento histórico, la gestión de esas políticas a quien pensaba que mejor respondía a las expectativas y necesidades del país. Una hipótesis que no avala los excesivos elogios de que ha sido objeto la transición española, pero que sí valora a largo plazo que los logros superan a las limitaciones y deficiencias.
Los conservadores de cada partido piensan que el electorado castiga a los Gobiernos por sus errores
Parte de los ciudadanos identifica la filosofía del "nuevo talante" con una democracia de calidad
Porque en sus grandes perfiles, el voto de los españoles ha tenido sentido en cada cita electoral. Lo tuvo cuando encargó a la UCD que desmontase el franquismo desde dentro, cosa que hizo razonablemente estableciendo una democracia homologable con las de su entorno y superó las históricas líneas de fractura entre las dos Españas: republicanos-monárquicos, centralistas-separatistas, laicos-clericales... Cierto que no fue capaz de sumar a la derecha social y económica a su proyecto centrista y fracasó a la hora de enfrentarse a la crisis económica. Por eso tuvo también coherencia que el electorado encomendase al PSOE la consolidación de la democracia, la reestructuración económica, la integración en Europa y la construcción de un sistema de protección social. Algo que consiguió reformando el Ejército, reconvirtiendo más de un tercio del aparato productivo y el sistema bancario, logrando el acceso a la CEE y universalizando las prestaciones sociales hasta alcanzar un deficiente pero universalista Estado del Bienestar. No pudo en cambio solucionar el problema del desempleo e hizo recaer sobre las clases medias la carga fiscal requerida por el modelo de salida a la crisis, aparte de hacer un mal uso de los mecanismos de gobierno lo cual le apartó del mismo entre acusaciones de corrupción e incluso de graves delitos. De ahí también que resulte coherente que el electorado reorientase el voto hacia una derecha ya alejada del franquismo que generaba expectativas de crecimiento, rebaja de la presión fiscal y sobre todo, de superación de esa etapa de crispación que vivía el país. También en este caso luces y sombras. Fue capaz el PP de aprovechar la fase alcista de la economía, disciplinar el gasto público, rebajar la presión fiscal directa y aprobar el examen de Maastrich, aparte de atraer a sus bases a la realidad del diseño autonómico y la bondad de la democracia. Pero no lo fue de evitar la tentación de instrumentalizar su mayoría absoluta para imponer su visión centralista de España, recuperar planteamientos clericales, recomponer el poder económico en provecho propio a partir de las privatizaciones e incluso poner en riesgo ámbitos del Estado del Bienestar y todo ello desde el control de la comunicación y el desprecio por la tarea opositora. De nuevo un cambio, acelerado por la sobrecarga emocional del 11-M sin duda, esta vez para reubicar al PSOE en el Gobierno.
Piensan los núcleos conservadores de cada partido, que el electorado se limita a castigar a los gobiernos por sus errores: la desunión y la indecisión en la UCD, la corrupción final en el PSOE, la prepotencia y la mentira en el PP. Es más que eso, hemos visto que al votar se hacía porque se esperaba además que realizasen tareas prioritarias para el país y mal que bien, así ha sucedido. Por lo tanto, la cuestión no radica en el porqué de las derrotas, sino en las demandas que un electorado heterogéneo pero ciertamente sabio, ha hecho en cada caso y el 14-M en concreto, al actual PSOE. Actual digo y tal vez debiera añadir que diferente de la socialdemocracia histórica, tan vinculada al objetivo de la redistribución que a veces ha despreciado las formas democráticas en aras del control del poder por su capacidad transformadora. Este socialismo poco a nada marxista, bebe de otras fuentes: de la idea de justicia a partir del fomento de la libertad heredada de Rawls, del concepto de democracia participativa y la vigencia de los valores cívicos del republicanismo de Pettit, de la idea del patriotismo constitucional de Habermas... y en general de quienes priorizan el desarrollo de la libertad por delante incluso de la consecución de otros objetivos sociales pues piensa aquella como condición de éstos. Zapatero ha resumido y logrado transmitir ese pensamiento a partir de un evanescente y en exceso publicitado concepto, el del "nuevo talante".
Parte de los ciudadanos identifica esa filosofía con una demanda tan fácil de enunciar como difícil de articular: la de una democracia de calidad. Significa que dan por supuesto la obligación de mantenerse en la senda del crecimiento económico o de invertir en infraestructuras, pero exigen mejorar la calidad del trabajo y aumentar la de los servicios públicos -educación, sanidad, pensiones-, ser cuidadosos con el medio ambiente o asegurar el progreso vía I+D, pero todo ello sin incrementar la presión fiscal. Significa que exigen seguridad ciudadana en el sentido más amplio, o sea intensificar la batalla contra el terrorismo, atajar el insoportable incremento delictivo, proteger a las mujeres de la execrable violencia de género y también cuidar la seguridad vial o reducir la siniestralidad laboral. Significa que esperan un proyecto integrador de la pluralidad española que al menos canalice las tensiones y no deriven en permanente enfrentamiento. Significa que están hartos de manipulaciones y quieren una televisión de la que no avergonzarse y una España reubicada en la nueva Europa con personalidad propia ante prioridades americanas o sinuosidades francesas. Significa tantas cuestiones que su articulación requiere fórmulas y talantes nuevos, espacios de encuentro entre gobierno y sociedad civil o dicho de otro modo, una democracia participativa, dialogante, transparente.
La cuestión radica en saber si así lo ha entendido también el propio PSOE. No tanto el gobierno que pese a improvisaciones, descoordinación y errores -insigne el de la medalla de Bono, quien debiera recapacitar acerca de si su populismo manchego atrae a las clases medias urbanas del resto de España- mal que bien mantiene la ilusión pues cumple sus compromisos -la ley contra la violencia de género a la cabeza- y ha reducido el grado de crispación en muchos ámbitos, sobre todo el territorial. Tiempo habrá, al menos los cien preceptivos días, para enjuiciar su labor. No, ahora me refiero al PSOE como partido pues es quien tiene ante sí los congresos en que debe asentar su teoría y su práctica para consolidar a un gobierno falto aún de consolidarse entre un electorado versátil. Porque sería incomprensible que la organización no refrendase la filosofía gubernamental y no enviase un mensaje nítido al conjunto del partido respecto a su necesaria flexibilización interna y urgente apertura a la sociedad. Un proyecto que ofrece una democracia de calidad que pone los valores cívicos y el diálogo en su centro, resulta incompatible con el espectáculo del que tanto sabemos los valencianos de un partido patrimonializado por sus cúpulas orgánicas, con direcciones repartidas por cuotas tribales, ensimismado y poco interesado en crear espacios de encuentro con la ciudadanía. Porque no se piense que a rebufo del efecto Zapatero, bastarán los problemas internos del PP, la delicada situación financiera del Consell o su verbalismo victimista para que la Comunidad tenga un gobierno progresista. La oportunidad pasa porque los ciudadanos visualicen un proyecto alternativo construido a partir de la relación dialéctica entre ellos y el partido, un proyecto necesariamente identificable con el que propugna Zapatero, con una dirección cuya capacidad integradora no merme su coherencia interna como equipo, con unas candidaturas en las que el ciudadano vea la convicción, la conexión con la sociedad y la capacidad de las personas, con un partido en suma que presente y practique un proyecto para las mayorías, el de la democracia participativa como instrumento y condición de los avances en la libertad y la redistribución.
Joaquín Azagra es profesor de Historia Económica de la Universitat de València.
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