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Columna
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El ocio menguante

En la reciente presentación de un curso de verano de la UPV en Donostia, la vicelehendakari confirmaba con datos en la mano lo que otros sin ningún dato nos temíamos: que en la última década, la ciudadanía de este país invierte de media 34 minutos menos al día en ocio. Parece que en la tarta de nuestro tiempo diario la parte del león se la lleva el trabajo, y después otras gravosas labores que nada tienen que ver con el asueto: las tareas domésticas, los estudios, los desplazamientos al trabajo, el cuidado de familiares enfermos, y otras servidumbres propias de la vida misma.

Sin duda el estudio en cuestión confirma oscuros presentimientos. Recuerdo que hace tiempo el planeta estaba lleno de sujetos optimistas que nos hablaban de la civilización del ocio y aseguraban (con esa irresponsabilidad de todos los optimistas cada vez que abren la boca) que el avance de las nuevas tecnologías nos conduciría hacia la vida muelle y prácticamente implantaría un paraíso de holganza sobre la tierra.

Claro que todos los avances de la tecnología han sido neutralizados por una ciencia mucho más infernal: la ciencia económica. Se han desvanecido, en efecto, los tiempos en que las oficinas estaban llenas de pasantes que escribían con pluma de oro y exquisita caligrafía en unos rancios libros de comercio. Ahora hay ordenadores, bases de datos, tratamiento de textos, correos electrónicos y otros diabólicos inventos. Pero era de prever que las ciencias económicas (las ciencias empresariales, para ser más exactos) no iban a permitir que nuestro buen pasante, concluidas, gracias a esas prodigiosas herramientas, las tareas asignadas, se fuera a casa al mediodía.

No hemos pasado de la cultura del trabajo a la cultura del ocio, sino a la cultura de más trabajo en igual tiempo, cosa que debemos agradecer no sólo a los progresos de la técnica, sino también, posiblemente, a nuestra congénita estulticia. De qué otro modo explicar que el estudio que presentó la vicelehendakari ofreciera datos aún más paradójicos: por ejemplo, que mientras nuestro ocio se reduce, en los países escandinavos sigue aumentando, concretamente un cuarto de hora durante el último decenio.

Las penas son menos penas con dinero, se dice a veces. Pero quizás hay una frase mejor: las penas son menos penas si uno está descansado, ya que al menos no debe soportarlas mientras se gana el pan, lo cual constituye en sí mismo otra forma de penar. A pesar de los estimulantes augurios de otro tiempo, la cultura del ocio se ha convertido en una engañifa sociológica. No hay más que ver cómo gastamos dinero esos sábados tensos, desquiciados, dedicados al consumo compulsivo, conscientes de que durante el resto de la semana no tendremos oportunidad de consumir. Sí, quizás esa ha sido nuestra gran equivocación: que en vez de apostar por el ocio decidimos apostar por el consumo. Y el consumo se ha convertido en algo radicalmente distinto al descanso. Compramos más cosas de las que podemos usar y la proletarización contemporánea ya no pasa por la radical explotación del individuo durante los procesos productivos, sino por reducirlo a víctima estructural de las grandes superficies.

Menos ocio, más trabajo y posiblemente más adquisiciones sin objeto. No parece la mejor fórmula. En lo que uno disiente por completo de la vicelehendakari es en el comentario subsiguiente a la difusión de datos tan desalentadores. Vino a decir que, ya que se ha reducido el tiempo de ocio, hay que saber valorarlo en su medida, y que lo importante no es la cantidad sino la calidad. Con los debidos respetos a tan alto criterio, los poderes públicos deberían tener más cuidado en no engañarnos como a tiernos infantes, porque la mayoría hemos rebasado tan envidiable edad. Y es que si hay algo en lo que importa la cantidad, la cantidad en los términos más absolutos, eso es precisamente el ocio. Al diablo con la calidad del ocio. El ocio es, en sí mismo, la Calidad Total. Con todo el tiempo por delante sí que sería posible aspirar a la mejora continua.

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