La herencia de oro
Figo, Rui Costa y Couto afrontan su primera y última final con la selección absoluta, rodeados de los jóvenes a los que inspiraron
La final del domingo es una final ansiada por los portugueses de generación en generación. El fútbol acumula herencias. Rara vez el laboratorio produce talentos espontáneos y es natural que cada país busque el hilo de su futuro repasando la historia. Así vivió Portugal durante 20 años, esperando la llegada del sucesor de Eusebio y su camada. Y el sucesor, como suele pasar, no se le pareció en nada.
La final del domingo es una final ansiada por los portugueses de generación en generación. El fútbol acumula herencias. Rara vez el laboratorio produce talentos espontáneos y es natural que cada país busque el hilo de su futuro repasando la historia. Así vivió Portugal durante 20 años, esperando la llegada del sucesor de Eusebio y su camada. Y el sucesor, como suele pasar, no se le pareció en nada. Irrumpió melenudo, con largas guedejas rizadas, según la costumbre de los chicos de la época. Las piernas flacas y dobladas hacia adentro, como las patas de un catre plegable, hacían sospechar que no llegaría lejos. Al correr, las rodillas se chocaban. Era caprichoso con la comida y mostraba un entrecejo cuarteado, como si ya de pequeño le debiesen dinero. Todavía hoy, cuando le ve tan severo, Florentino Pérez, presidente del Madrid, le pregunta: "¿Qué te pasa, Luis?, ¿no te han pagado?".
A diferencia de Eusebio, Figo no compite con Di Stéfano, Pelé, Maradona, o Cruyff por un sitio entre los mejores de la historia. Su poder reside en su imagen de carismático, capaz de demostrar a una nación de niños que el camino es ancho y promisorio. No hacen falta palabras. Sólo hay que tener una buena relación con la pelota y una buena cuota de coraje. Mañana, después de 14 años desde su aparición, Figo y su generación pondrán un broche dorado a su carrera. Jugarán su primera final con la selección como profesionales. Probablemente la última.
El 30 de junio de 1991, en el viejo Estadio de la Luz, un grupo de chicos menores de 21 años levantó por segunda vez para Portugal la Copa del Mundo juvenil. Figo estaba entre ellos, participando de una revolución organizativa. Un cambio que comenzó cuando Carlos Queiroz se hizo cargo de la dirección técnica de las categorías inferiores de la federación, en 1988. Queiroz encabezaba un proyecto integral que abarcó desde la búsqueda y el entrenamiento de talentos a la reducción de las Ligas profesionales de 18 a 16 clubes para elevar la competitividad.
Queiroz no era ni se sentía portugués. Era lo que en Portugal llaman un retornado. Hijo de portugueses, nacido y criado en una colonia que tras la revolución de 1974 se había visto obligado a regresar a la metrópoli. Como todos los retornados volvía con poco, empujado por un conflicto violento, y con mucha nostalgia de la tierra perdida. Había dejado Mozambique con 19 años, una exigua trayectoria como portero en un equipo local y un accidente que por poco le cuesta la vida haciendo pesca submarina, su gran afición junto con las incursiones por la selva.
Queiroz estudió Educación Física y dirigió al Belenenses y al Estoril. Luego desarrolló su visión científica del fútbol reorganizando las categorías inferiores. Era un obseso del orden y estaba convencido de que las repeticiones y el tiempo de entrenamiento eran la base de todo. Comenzó a reclutar jugadores de entre 14 y 19 años, y los concentró durante semanas en hoteles. "Cuando yo era juvenil pasábamos más tiempo con la selección que con la familia", recuerda Figo. Los entrenamientos se repetían tanto que los jugadores terminaban por asimilar dinámicas colectivas que luego reproducían de forma casi automática.
El primer gran éxito de Queiroz fue el Mundial juvenil de Arabia Saudí. El 3 de marzo de 1989, Portugal venció a Nigeria (2-0) y nadie olvidará el revuelo que se montó en Lisboa cuando esos muchachos orgullosos pasearon la copa por toda la ciudad, subidos en un autobús descapotable. El sucesor de Eusebio todavía no había aparecido, pero había señales esperanzadoras de una llegada inminente. En esos chavales, en Bizarro, actual entrenador de porteros de la selección absoluta, en Abel Xabier, en Madeira, en Jorge Costa, en Couto o en Joao Pinto, la hinchada vislumbró un éxito mayor. Dos años más tarde se sumaron Figo, Rui Costa, Sa Pinto y Capucho para lograr otro Mundial. Les llamaron la Generación de Oro pero nunca más volvieron a jugar otra final. La gente esperó, y los vio caer en la clasificación para el Mundial de EE UU, en 1994, y en las semifinales en la Eurocopa de 2000, y ante Corea, en la primera ronda del Mundial 2002.
Queiroz había dejado la federación en 1993. Se fue enfrentado al viejo aparato burocrático, incapaz de asumir el cambio. Su carrera en Portugal había iniciado el declive; pero la mitología futbolística ya acunaba al heredero de Eusebio, y con él, un relevo de jóvenes contagiados: gente como Maniche, Valente, Carvalho, Gomes, Costinha o Cristiano Ronaldo.
Mañana, Couto será el único representante del equipo de 1989; Figo y Rui Costa, los únicos sobrevivientes de 1991. Tras alcanzar la final, el miércoles, Figo y Rui Costa se abrazaron como dos novios y sobre ellos se lanzaron muchos de los compañeros más jóvenes, como Nuno Gomes. "En este equipo hay jugadores de 19 a 34 años", dijo Gomes; "pero el espíritu y el esfuerzo de todo el grupo es el mismo que el de los veteranos. Ellos nos han dado la confianza. Han estado esperando este momento durante muchos años y puede que sea su última oportunidad".
Hoy, las rodillas de Figo se chocan menos. "Si le corrijo eso, lo estrago", había dicho Queiroz, para negarse a estropear al genio. Mañana, en el estadio de La Luz, el sucesor de Eusebio volverá a jugar una final. La primera de Portugal, la última de la Generación de Oro.
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