El éxito del equipo negativo
Siempre hay lugar en el fútbol para un equipo como Grecia, representante de una escuela que alcanzó su apogeo en los años 60, un poco italiana, un poco argentina, de aquellos equipos argentinos que desesperaban a sus rivales europeos. Inmediatamente vienen a la memoria los nombres de Juan Carlos Lorenzo, Oswaldo Zubeldia y el aprendiz Bilardo. Aquel juego se caracterizaba por la deliberada fragmentación de los partidos, atomizados hasta tal punto que la continuidad de las acciones se hacía imposible. El juego como tal no existía. Abundaban las faltas, precisas, violentas, deliberadas. Encontraban también la necesaria colaboración de los árbitros, extrañamente fascinados por el intempestivo clima que se generaba en los partidos. Aquellos equipos se distinguían por el creativo uso del reloj y por su habilidad para alterar el sistema nervioso de sus adversarios. Nunca se jugaba el partido que querían los rivales. Era la primera condición. Para conseguirlo, nunca sobraba una falta, un conflicto, cualquier cosa que interrumpiera el curso natural del ritmo de juego. El ceremonial se completaba con una desesperante parsimonia, igualmente consentida por los árbitros, en lanzamientos de faltas, saques de banda, de córner, de portería. No había un partido, sino decenas de partidos infinitesimales. El corolario era un fútbol pésimo y la victoria del equipo negativo. Así es Grecia. Como modelo para el futuro no merece la pena. Ya lo conocemos.
Si hay alguna coartada para el modelo griego, procede de la escasez de recursos de la selección. Es un país pequeño, sin ninguna tradición en los grandes torneos, con jugadores discretísimos. Antes del torneo, Grecia era el último equipo que alguien pudiera imaginarse en la final de la Eurocopa. Pero está en la final después de derrotar a Portugal, Francia y República Checa. Y después de eliminar a España. Algo quiere decir esta trayectoria sorprendente. Parece evidente que el éxito de Grecia está sostenido por el máximo aprovechamiento de unos recursos muy limitados. Así como la mayoría de las grandes selecciones ha dilapidado su potencial, Grecia ha exprimido con una singular eficacia la veta del equipo. ¿Qué ha tenido? Un plan, por feo y negativo que parezca. Lo ha seguido al milímetro, con una particularidad muy interesante: la capacidad del equipo para sentirse cómodo en todos los partidos, como si cualquier resultado le favoreciera. Grecia nunca se ha desestabilizado, ni ha entrado en fases de pánico. Los problemas eran de los otros, que parecían derrotados siempre, incluso cuando no lo estaban. Con el empate, Francia y la República Checa se sentían perdedores. Metabolizaron tanto la sensación que acabaron derrotados. A España le ocurrió algo más raro. Ganaba 1-0 y también se angustió. Le dio un ataque de catolicismo y se sintió culpable de una victoria tan corta. Recibió el empate y salió eliminada. El partido con Rusia fue una manifestación maquiavélica de sutileza: Grecia perdió y ganó a la vez, el círculo perfecto de un equipo que tiene un pacto con la victoria.
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