Donde florecen los limoneros
"¿CONOCES EL país donde florecen los limoneros // y las áureas naranjas refulgen en lo umbrío?", escribió Goethe en un famoso poema. "Allí quiero ir contigo, amor mío". Con su Diario de viaje a Italia y sus Elegías romanas, el gran autor contribuyó a extender entre los alemanes cultos la nostalgia de Italia, ya puesta de moda algo antes por la nobleza y la gran burguesía centroeuropea del siglo XVIII, ávidas lectoras de la Historia del arte en la Antigüedad, de Winckelmann. Italia, la bella díscola, la tierra del sol, il piacere y el azahar de la libertad; cuna del arte plástico y de la sensualidad espiritualizada. También Heinse, más bien pobre, pudo viajar a esta Italia de sus desvelos gracias a la bondad de mecenas y amigos. De 1781 a 1783 la recorrió casi a pie llevando un diario de viaje, celebrado ahora en Alemania como sensación literaria. Fueron los años más felices de su vida. Y es que Italia siempre actuó como un bálsamo regenerador para espíritus sagaces. Los autores germanos más conocidos se apasionaron por ella. El pesimista Schopenhauer fue hasta feliz en sus dos viajes italianos: "Allí amé, tanto más que a la belleza, a las bellas". Pero se lleva la palma el trágico Nietzsche. El autor de Zaratustra vio Italia como el símbolo de "la gran salud"; esa "sensibilidad sureña, morena, tostada" contrastaba según él con el brumoso Norte, caverna que vomitaba la parte más plúmbea de "lo alemán", prusiano, hegeliano y "wagneriano". Thomas Mann, epígono del delicado Von Platen, plasmó en su Muerte en Venecia otra perspectiva de Italia opuesta a la de Nietzsche: riéndose detrás de la exultante Belleza, aguardan siempre el Demonio y la Parca. Pero ésta es la visión de un retorcido y que nada tiene que ver con la gozosa lasitud con que los soñadores puros como Heinse se embriagan con sus ensueños, algo más deliciosos que la realidad.
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