Un frío bolo estival
No puede calificarse de otra manera que de extraño despropósito el traer esta compañía de solera a Madrid, por primera vez al Real, con un repertorio netamente norteamericano, unos bailarines (salvo excepciones muy marcadas) no del todo cohesionados en el ensemble, y sobre todo, comprometidos con un estilo de ballet que la Ópera baila más o menos con el empaque habitual de su factura, pero que queda a años luz de lo que debe ser y es su esplendor auténtico. ¿Economizar con la danza? ¿Rebajas veraniegas? ¿Desprecio por el público balletómano por minoriotario? Tal vez, y en cualquier caso, ha sido una tarde de ballet verdadero (peor es nada) que llama a las comparaciones: el Kirov-Marinskii de San Petersburgo, por ejemplo, ha paseado esta misma temporada Jewels por Italia y el Reino Unido con una altura a años luz de lo que hemos visto ayer en el Real. Los parisinos traen una plantilla sin uniformidad, correcta pero sin grandes estrellas en esta gira de verano; la mejor, con algo de majestad, Agnes Letestu, acompañada por José Martínez (sobre todo en el largo y complejo pas de deux de Diamonds); ellos estuvieron dentro de ese tono de trámite distinguido, pero eso no basta para redondear una velada de ballet. Hay que citar, aisladamente, a la madurez de Wilfried Romoli o la chispa y el salto de Emmanuel Thibault, poco más. La función subió algo de tono con la brillantez de la tercera parte, pero aun así, el resultado hace llamar a capítulo a la dirección del Real, que relega la danza así una vez más, que programa esta especialidad sin ton ni son. No se tiene en cuenta la importancia del ballet, su lugar natural como en cualquier otro teatro de ópera serio de Europa, del mundo.
Ballet de la Ópera Nacional de París
Jewels. Coreografía: George Balanchine; música: G. Fauré (Esmeralds); Stravinski (Rubies) y Chaicovski (Diamonds); vestuario: Christian Lacroix; luces: Mauricio Montobbio. Director musical: Paul Connelly. Teatro Real de Madrid. 30 de junio.
Los franceses dejan un sabor de boca extraño, pues hay en ellos una cierta soberbia en la manera de presentar a Balanchine, enmendando al menos en el vestuario los designios del maestro georgiano. Ya los errores de la dirección del ballet parisino con Mr. B. comenzaron con la más que discutible sustitución de Le palais de cristal por Symphony in C. En el Kirov-Marinskii, por ejemplo, han respetado los diseños de Karinska para Jewels, en concierto con la estética del baile a que estaba destinado. Lo de Lacroix es otro pecado de lesa cultura,barroco y edulcorado, con telones pretenciosos que enturbian la escena, o esa guirnaldita de revista al final.
Sobre Jewels se puede hablar infinitamente de su intrínseco valor universal y coréutico, su grandeza y equilibrio, pero para qué esta vez. Los balletómanos neoyorquinos, siempre cáusticos y sapientes, han dicho desde los tiempos del estreno que menos mal que Balanchine no hizo la cuarta parte prevista, Zafiros, con música de Schoenberg, un sonido lejano del gusto del público del NYCB y de las orejas redondeadas de la Quinta Avenida (lo que ha pasado en Madrid con Fauré). El teatro no estaba lleno (la platea, salpicada de muchas butacas vacías) y los aplausos subieron con el desarrollo de la pieza, a pesar de esos lamentables y amanerados rubíes (casi siempre fuera de cuadratura musical), a pesar del sonido plano de la orquesta y a pesar de la ausencia de verticalidad estilística a lo Balanchine, que es lo suyo.

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