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Columna
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Estupefacientes

A muchos nos gustaría que en el asunto de las drogas el Estado se comportara con la misma hipocresía que lo hace con el tabaco: que restringiera su uso, de acuerdo, pero que no las prohibiera, para que los impuestos que pagáramos por ellas tras su hipotética legalización engordaran las arcas de Hacienda.

Si se analiza con algo de rigor las razones que se alegan para mantener una prohibición tan absurda y contraproducente, pronto se descubre que entre esos argumentos hay más superstición que racionalidad. No creo que una legalización de las drogas recreativas empujase a una especie de consumo masivo, semejante al consumo de alcohol. Y, de producirse, tampoco sería para tanto. Como sabe todo el mundo, los principales problemas que se dicen causados por las drogas (sobredosis, falta de higiene y crimen) los produce en realidad su prohibición. En cuanto a las razones morales que de vez en cuando se esgrimen para justificarla, permítanme que no entre en ellas porque me da la risa. Prefiero no mezclar la moral, que es una cosa muy seria, con los canutos.

No digo que las drogas ilegales sean buenas. Ni malas tampoco. Digo que no son peores que las legales y digo que matan a menos personas que los accidentes de circulación, sin que nadie se haya planteado nunca la posibilidad de ilegalizar los coches. Las muertes por sobredosis son en realidad muertes por adulteración. Una adulteración que no se produciría si el Estado, como es su obligación, controlara las sustancias que los ciudadanos deciden meterse en el cuerpo. Ni más ni menos que como sucede con esas otras drogas que llamamos medicamentos.

Esta es la filosofía del Pepsa (Programa Especial de Prescripción de Estupefacientes en Andalucía), según explicaba el otro día en estas páginas la consejera de Igualdad y Bienestar Social, Micaela Navarro. La meta del programa es ayudar con heroína a los adictos que quieren dejar de serlo. Y aunque la consejera no decía una palabra al respecto, este programa también podría servir para desdramatizar una futura y cada vez más necesaria legalización.

Las razones para no caminar en esa dirección son tan endebles que uno se pregunta si algunos de esos prohibicionistas no están demasiado interesados en que el negocio de las drogas siga fuera de control médico y sobre todo fiscal. Todos sabemos que la cruzada contra las drogas ha servido a todos los países, y especialmente a Estados Unidos, para justificar actos represivos dentro y fuera de sus fronteras. Pero ahora que el terrorismo internacional se ha configurado definitivamente como el nuevo mal supremo, sería un buen momento para que los encargados del bienestar social y las gentes más sensatas que se ocupan de este asunto pusieran seriamente la legalización de las drogas sobre la mesa. Les regalo un argumento: ¿no dice nuestro ministro del Interior que el terrorismo se financia con el costo que se vende en las esquinas? Pues legalícenlo, señores eurodiputados, y matarán dos pájaros de un tiro. Por un lado arrebatarán a los terroristas su fuente de financiación y por otro sanearán las arcas públicas y podrán pagarnos las pensiones.

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