El tío de América
Me han dicho que usted, Pepita, es hija de Juan Peris Alemany. Vive en Nueva York, o en Virginia, y tiene 70 años. También me han dicho que habla perfectamente el valenciano porque, aunque ha vivido toda su vida en los Estados Unidos, sus padres hablaron siempre esa lengua en casa. También me contaron que usted vino de niña una vez a España y le hicieron una foto vestida de miliciana con el puñito cerrado y un mosquetón pequeño al hombro. Era para una obra de teatro, o algo así. Me enseñaron la foto. Entonces usted creyó que en Madrid también hablaban valenciano y se asustó porque casi nadie la entendía. Por eso cuando volvió a Nueva York le pidió a sus padres que le enseñaran también castellano a su hermana menor, que se llama Carmen y ahora vive en Virginia, o en Nueva York. Su padre se compró un diccionario y así le enseñaba palabras en castellano a su hermana. Luego, muchos años mas tarde, ese mismo diccionario le sirvió para escribir él mismo sus Memorias, que es de lo que le quería hablar.
Lo que su padre les ha dejado es un tesoro que vale más que otras propiedades. Las Memorias de su padre son una herencia que dejó no sólo a su familia y a Orba, sino a cualquiera que pueda leerlas
Antes que nada debo decirle una cosa: qué buena idea tuvo el médico que aconsejó a su padre que escribiera su vida si quería superar la depresión que le produjo la muerte de su esposa. Eso es un médico de verdad. Entonces su padre tenía 85 años. Escribió esos 170 folios, que son muy emocionantes y sinceros, y aún vivió diez años más.
Ya sé que no se hizo rico. Sus parientes de Orba, por ejemplo sus sobrinos, no pueden decir que el Tío de América les dejó una herencia porque no amasó ninguna fortuna en aquél país donde muchos se hicieron millonarios. Y no se hizo rico porque siempre se metía en negocios que lo arruinaban. Incluso el de los licores en tiempos de la ley seca. O el de la panadería, porque de niño le enseñaron ese oficio en Orba, y tampoco tuvo éxito. Cuando empezaban a irle bien las cosas algo se torcía. Y vuelta a empezar. Pero le digo algo, Pepita, y usted me dará la razón: lo que su padre les ha dejado es un tesoro que vale más que otras propiedades o que el dinero. Les ha dejado una historia que comprendo que a usted le ilusione que se conozca. Y yo creo que el Ayuntamiento de Orba acabará publicando las Memorias de su padre porque ésta es una herencia que dejó no sólo a su familia, y al pueblo entero, sino también a cualquiera que pueda leerlas.
Y se leen de un tirón, eso se lo puedo asegurar, y cuando terminas de leerlas -ahora le hablo por mí- sientes que Juan también es tu tío de América. Es una especie de héroe pero sin éxito. Un trotamundos a quien te habría gustado acompañar.
En esta foto de 1947 tomada en España, que me han prestado sus parientes de Orba para publicarla en el periódico, su padre ya está fracasando en uno de sus imposibles (y más divertidos) negocios. Alguien le había dicho que si importaba un coche de lujo en los años duros de la posguerra, cuando aquí no había de nada, podría ganarse un dineral. Pero justo cuando desembarcó el flamante Buick el Gobierno de Franco prohibió la importación de vehículos y de todo lo que él traía (máquinas de coser y estilográficas Parker), así que empezó una auténtica odisea. Le desmontaron hasta las ruedas del Buick en las aduanas creyendo que traía penicilina de contrabando. Menos mal que su padre no se arriesgó a camuflar ese cargamento. (Recuerdo que en mi infancia mi padre, que era médico, tuvo que inyectarme penicilina cuando estuve muy enfermo y la compró de contrabando. Llegaba a casa con las ampollas escondidas y mucho miedo de que lo pillaran en un bar del puerto, pero gracias al antibiótico ahora puedo contarlo).
Decía que su padre iba con el Buick de un sitio a otro esperando que le dieran el tríptico, como él llama al permiso de importación, pero no se la daban. Lo engañaban en todas partes. Y eso que se movió muy bien y hasta llegó a conocer a la hermana del Caudillo de una forma rocambolesca, y ella lo aproximó al circuito de Nicolás Franco, pero volvieron a torcerse las cosas cuando parecían que iban por buen camino, y el pobre Juan Peris acabó encerrando el coche en un garaje de Madrid hasta que no pudo más y volvió a embarcarlo al punto de origen. En Nueva York le salieron úlceras de estómago de tantos padecimientos, y cuando hizo cuentas vio que el paseo en el Buick por la Península Ibérica le había costado el doble del precio pagado por el vehículo. Pero ¿qué podía hacer ahora más que operarse las úlceras?
Y hay otra foto en la que aparece delante de una tienda de fianzas frente a los juzgados de Brooklyn. Así que también intentó suerte facilitando avales, pero vino a dar con la mafia y tuvo que cambiar de tercio.
Lo que más asombro me produjo leyendo estas Memorias de su padre fue su primera aventura en Canadá, donde trabajó con otros valencianos en la construcción del ferrocarril. Le ocurren tantas cosas que sospechas que pueda habérselas inventado. Pero era cierto: una historiadora holandesa que vive en la Marina Alta ha verificado la autenticidad de todo lo que su padre cuenta.
También me divirtió hasta hacerme llorar de risa cuando su padre tuvo la descabellada idea de organizar auténticas corridas de toros en el Madison, de Nueva York, y de no ser porque en el último momento la Asociación Protectora de Animales se interpuso en su camino, los toros más o menos bravos comprados en Tejas habrían salido al ruedo.
¡Qué bien lo cuenta todo! Eso es la literatura: la realidad contada como si fuera un sueño. ¿Faltas de ortografía? ¿Y qué? Es lo de menos. Tiene arreglo. El maestro de Bolulla, emparentado con alguien de su familia, ya ha corregido las mas gordas. Lo otro hay que dejarlo como está. Yo no me atrevería, por ejemplo, a corregir El Buscón. Y, en el fondo y hasta en la forma, estas Memorias de Juan Peris Alemany tienen algo de Quevedo.
Cuando su padre se embarca sin papeles y sin saber nada, por primera vez, en el Montevideo para correr su aventura americana, empiezan las sorpresas. A las pocas horas de zarpar de Cádiz (año 1918) un submarino alemán los cañonea en alta mar y no los hunde de milagro: "Paran la máquina, izan la bandera neutral, el pasaje mirando por los anteojos y descubriendo el submarino gigante con el número 500 ABCY, los marineros alemanes y una mujer rubia con un perro en la cubierta...".
Regresan a puerto y de los 750 pasajeros sólo una treintena (entre ellos su padre) siguen dispuestos a viajar de nuevo.
Ya no puedo extenderme más. Usted, y su hermana, deben sentirse orgullosas de su padre, y muy satisfechas de su herencia.
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