La llama suave
Con un programa variado en cuanto a despliegue de recursos vocales, exigente al máximo en las dificultades y adecuadamente estructurado, se presentó oficialmente en Madrid el joven tenor peruano de 31 años Juan Diego Flórez, elevado a su corta edad a la mayor cumbre del repertorio belcantista.
No es Juan Diego Flórez un tenor que realice fácilmente concesiones y efectismos para el público. Tiene un riguroso discurso musical, que sigue al pie de la letra. Por supuesto que los agudos los emite como nadie, con una limpieza admirable, pero sin ningún tipo de enfatización o exhibicionismo. Son, en cualquier caso, un aspecto más; en ningún caso el prioritario. Lo que importa por encima de todo es la naturalidad, la sencillez, la ausencia de artificio, el intachable fraseo, la belleza tímbrica y un buen gusto en que conviven a partes iguales la espontaneidad y una matizada componente intelectual.
Juan Diego Flórez
Juan Diego Flórez (tenor). Con Vincenzo Scalera (piano). Arias y romanzas de Mozart, Gluck, Cimarosa, Rossini, Donizetti, Vives, Soutullo-Vert y Serrano. Ciclo de Grandes Intérpretes, organizado por la Fundación Scherzo con el patrocinio de EL PAÍS. Auditorio Nacional, Madrid, 23 de junio.
Así, y luchando contra viento y marea contra la acústica no precisamente ideal para las voces del Auditorio Nacional, Juan Diego Flórez desplegó desde el comienzo un mozart de un enorme refinamiento y un cimarosa en que los aspectos teatrales o, si se quiere, la comicidad se colaba con la sutileza de una comedia de la vida, sin afectación. Llegó Rossini, la especialidad del tenor, y con 'Oh fiamma soave', de La donna del lago, todas las cartas que definen la condición del artista se pusieron sobre la mesa: la melancolía de la abstracción, el romanticismo sosegado, los adornos moderadamente cercanos, en fin, la suave llama o, lo que es lo mismo, el soñado equilibrio entre pasión y contención, entre fuerza y delicadeza. Insuperable.
Con Gluck, especialmente con los dos fragmentos de Orfeo, la emoción se hizo afortunadamente inevitable, pero una vez más desde la confidencia. La zarzuela adquirió tintes belcantistas en sus romanzas, tal y como había anticipado José Luis Téllez en el admirable texto del programa de mano.
Al final, Donizetti, con la pirotecnia de los nueve dos sobreagudos de Ah, mes amis, expuestos con un desparpajo insolente pero sin dañar la musicalidad. Y siempre con la colaboración musical de un pianista fuera de serie en el acompañamiento, Vincenzo Scalera, gran triunfador también de la noche, ante un público más habituado al piano que al canto.
El entusiasmo se desató al final, con los agudos, pero el arte verdadero había impregnado toda la tarde. Un guiño a El barbero de Sevilla y una prescindible versión de Granada alargaron la velada entre aclamaciones. Tal vez no haya sido la mejor actuación del tenor peruano en España, pero eso es, al fin y al cabo, secundario. Lo que se ha puesto de manifiesto una vez más es el esfuerzo, la generosidad, la seriedad, el rigor, la deslumbrante técnica o la pureza belcantista de un tenor cuya sabiduría vocal y artística está fuera de discusión.
Babelia
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